PÁGINA DE LA SECCIÓN ESPAÑOLA DE LA SOCIEDAD INTERNACIONAL PHILIPP MAINLÄNDER
(INTERNATIONALE PHILIPP MAINLÄNDER GESELLSCHAFT)
SOCIALISMO Y AMOR LIBRE EN MAINLÄNDER
EL SOCIALISMO TEÓRICO
Dedicado a las clases altas del pueblo alemán
(En: Die Philosophie der Erlösung, 2. Bd. (1886), II. Der Socialismus. Drei Essays. Achter Essay: Der theoretische Socialismus, pp. 271 y ss.)
Traducido por vez primera al español por: Manuel Pérez Cornejo, Viator
La lejanía habla, embriagada,
de la gran felicidad futura.
Eichendorff
Simplemente deseaba decir la verdad,
seriamente y con serenidad.
Simplicius Simplicissimus
I. INTRODUCCIÓN
[277] Desde siempre, mi estilo ha sido no huir del diablo, sino mantenerme firme y mirarle fijamente a los ojos, cogiendo el toro por los cuernos. Tampoco me privé de quitarle la capa, cuando este ardiente compañero se atravesó en mi camino, para verle bien sus patas de cabra.
Y siempre me he encontrado con que el llamado "enemigo" a la larga no es tan rojo como lo pinta la fogosa fantasía de los pintores cristianos, y no diré hasta qué punto se aleja de las descripciones de los fariseos zelotas.
Y no solo esto: en ocasiones, él incluso ha calado en mi corazón. Me llegó a parecer que no tenía ni patas de cabra, ni cuernos, sino que era un bello joven, que tenía grandes ojos melancólicos, y que apuntaba con su dedo hacia el dorado fulgor procedente de azuladas lejanías.
“Round he throws his baleful eyes,
That whitness’d huge affliction and dismay
Mix’d with obdurate pride and steadfast hate.”[1]
(Milton)
En ocasiones le hablaba, y siempre tuvo la condescendencia de responderme. Y, ciertamente, una vez me inició en un profundo secreto del futuro, que yo, sin embargo, no puedo traicionar, pues se lo juré “ante Dios”. Cuídate de creer [278] que Dios le sonriese; recuerdo, para afianzar mis palabras, no solo el preludio del Fausto de Goethe (es sabido que los poetas son siempre huéspedes bienvenidos en el cielo, y saben muy bien lo que sucede en el deva-loka[2]), sino también en el Libro de Job, que, como sabemos, no pertenece a los Apócrifos, se puede leer:
“Sucedió un día que los hijos de Dios vinieron y se presentaron ante Dios, y también Satán vino entre ellos.
Pero el Señor le habló a Satán y le dijo: ¿De dónde vienes? Satán le habló al Señor y le dijo: He recorrido toda la tierra.” (1, 6, 7)
Y yo pregunto: ¿no es este un tránsito agradable? ¿Por qué habría de responder nada Jehová a Satán, que le proporciona la alegría de ver cómo imploran los pecadores arrepentidos? ¡Qué aburrido sería el mundo para Jehová, si los seres humanos fuesen ángeles! Pero una vez creado el mundo, se ha permitido a Satán introducirse en él, en forma de serpiente, para que desde la eterna monotonía de un deva-lokas mire algunas veces hacia abajo, y pueda ver alguna acción atrevida, desviada, obstinada, algo que para Él siempre es interesante. Precisamente yo, cuando fui iniciado por Kant y Schopenhauer en la comunidad de los filósofos fui muy confiado. Schopenhauer me había tocado en el hombro, y con su fina y maliciosa sonrisa me dijo:
“Desde ahora no hay que atenerse más que al corazón. Hay que expresar siempre lo que oprime al corazón. Has prestado juramento a la bandera de la verdad, y a ella debes servir; cualquier otra consideración, sea la que sea, es una ignominiosa traición.”
Estas palabras pasaron a formar parte de mi sangre. ¿Qué significan estos dos fantasmas: el comunismo y el amor libre? ¿Son realmente fantasmas, apariencias de una laterna mágica, que “Satán” ha puesto en la puerta abierta del infierno, para instilar un sagrado estremecimiento a las castas superiores de la sociedad? O mejor: ¿Ha encargado el Señor a Satán poner esa linterna mágica, para que los ricos que se agitan en el torbellino de los sentidos se paren de algún modo a reflexionar y revisen su pecho [279]? ¿Son imágenes engañosas sin sustancia, o son solamente las sombras que arroja el futuro, que se cerca con celeridad hacia el presente?
¡Ánimo, os digo! Nosotros, dotados de ese ánimo, vamos a dar cuerpo a esa sombra simiesca, y vamos a investigar si tenemos ante nosotros fantasmas o las sombras de puntos ideales; luego, si sucede esto último, veremos si realmente podríamos apañar la desgracia profetizada por esas mentes angustiadas.
Y mirad: ya estamos obteniendo una buena recompensa por mostrarnos animosos: constatar que las que se aproximan no son en absoluto fantasmas, sino las sombras de puntos ideales, pues en la sombras está un gran partido que quiere realizar tales ideales.
Por tanto, solamente tenemos que probar el contenido de esos puntos, es decir, considerar los cambios que este contenido introduciría en la vida, y luego ponderar si esas modificaciones serán buenas o malas.
Antes que nada, vamos a aclararnos sobre tres cuestiones previas:
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¿Qué es la propiedad?
-
¿Supone el comunismo puro la completa supresión de la propiedad?
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¿La institución del amor libre implica la completa aniquilación del matrimonio?
Definida de un modo muy general, la propiedad es la posesión garantizada de una actividad y de un trabajo personal.
De esta definición se deduce que hay dos tipos de propiedad:
-
Los productos conseguidos a partir del trabajo pasado: trabajo previo, capital;
-
La fuerza individual que produce: trabajo viviente, fuente de trabajo.
Además, de esto se ve que la segunda pregunta, que yo he escrito siguiendo los dictados de la opinión pública, carece completamente de sentido. Por consiguiente, debemos sustituir propiedad privada por propiedad, sin más, entendiendo por este concepto, provisionalmente, sólo el (capital) acumulado.
Las dos últimas preguntas son extraordinariamente importantes; pues nos hallamos ante dos de los llamados “pilares fundamentales” del Estado. Hay [280] nobles doctrinarios entre los hombres de Estado de la vieja escuela que, con la mejor conciencia y con los brazos alzados por el pánico exclaman, como si fuesen Nornas: “Sin la institución matrimonial no es posible Estado alguno”; y otras gentes, igual de excelentes, exclaman: Sin propiedad privada, no hay fuerza alguna que mueva al hombre, sino la indiferencia y la relajación. Si unimos ambas proposiciones, se presenta ante nosotros la siguiente imagen:
Sin el matrimonio no existe, en general, Estado alguno.
Con el matrimonio, pero sin propiedad individual, el Estado se enfrenta a una vida estancada, un movimiento paralizado, como el de un anciano enfermo y aburrido.
¿Quién puede querer una imagen así? El Estado es sagrado, y cada persona noble debe consagrarse a él, con sangre ardiente e inconmovible fidelidad hasta la muerte; además, la representación de una vida fresca, libre y pujante en el Estado alegra enormemente el corazón y lo llena de júbilo, mientras que la vida plana y debilitada de un pueblo es una espina clavada en el ojo, que llena de tristeza tanto de las fuerzas activas como de los sabios contemplativos.
c
II. EL COMUNISMO
[280] Ahora, ¿supone el comunismo la completa supresión de la propiedad privada?
En el fondo, esto no es así. Si aparece el comunismo, toda la propiedad del individuo particular se pone en manos de la comunidad, del Estado, y solo éste administra los bienes de todos, y ciertamente de tal modo —como veremos más adelante— que los ricos no sufren ninguna pérdida real. Con esto, la propiedad permanece, y sucede, en realidad, lo que los príncipes y la gente muy rica ya han hecho. y hacen. desde el comienzo de la historia: ellos no se preocupan de su propiedad, que un hombre no podría administrar, porque es demasiado grande, de manera que la confían a administradores y obtienen el rendimiento de la misma. Tampoco ha de creerse que este camino sería completamente nuevo para la mayoría de los seres humanos. Desde el instante en que el Estado fue constituido en su forma más precaria y básica, entró en él la humanidad entera, para no abandonarlo ya. Pues, ¿qué es cada [281] impuesto pagado al Estado sino una parte de la propiedad que es cedida por el particular a dicho Estado, para que lo administre para determinados fines? Gracias a esto, el Estado construye vías férreas y carreteras, mantiene caballos y coches de posta, construye telégrafos, mantiene un ejército, deja hablar al derecho, imparte clases, rige; en suma: paga todos los años, año tras año, de una parte de la propiedad de cada particular a cada uno un interés individual, que se eleva cientos de veces por encima del capital prestado, y que, ciertamente representa una renta que no puede ser estimada en dinero, pues ¿puede existir la más mínima duda de que se trata de ventajas que no se podrían proporcionar nunca al sujeto particular, si estuviese él solo, e incluso en pequeños grupos?
Así pues, todos marchamos ya, de hecho, por el camino a cuyo fin se entregará a una sola mano toda la propiedad privada. Ahora sacrificamos fragmentos de nuestra propiedad, a la que también pertenece, como hemos indicado, nuestra actividad, y por consiguiente toda nuestra persona: damos parte de nuestra propiedad exterior y de nuestra sangre, para obtener de ella intereses de valor incalculable. Y ya en esto se encuentra una indicación clara que apunta a la felicidad del comunismo. ¿Qué sería de nosotros sin el Estado? Esto es una pregunta que cada uno debería plantearse a cada momento; y habría de contestar, si quiere ser fiel a la verdad: seríamos bestias salvajes, tigres y serpientes venenosas. Mas si el sacrificio de una parte tan pequeña de nuestros haberes se traduce en una abundancia tan grande, ¿qué sucederá cuando le demos a ese encantador llamado “Estado” todo nuestro haber y toda nuestra fuerza?
Así pues, nuestro primer resultado es:
Que el comunismo puro no suprime la propiedad privada, sino que hace de los seres humanos pensionistas; además, que el camino al comunismo no solo es algo que hay que aceptar, sino que todos nosotros estamos ya en él.
El auténtico símbolo del comunismo es la colmena. El panal no pertenece a ninguna abeja en particular, sino que todo el panal pertenece a todas la abejas, y cada abeja tiene idéntica participación en la dulce miel.
Esto nos conduce a otra pregunta:
¿Estaría la vida paralizada en tal Estado? ¿Sería su movimiento débil y lento?
Todos los bienes de la sociedad tienen un valor [282], que puede expresarse en forma de dinero, o, dicho de otro modo, el dinero es el representante de todos los bienes. ¿Cuál es el carácter propio del dinero? ¿Es la efigie de un rey, de un emperador, de una diosa de la libertad? ¡No! No puede ser nada de todo esto. Su auténtico carácter es:
Vida y goce.
El metal, o los miserables pedazos de papel con los números 10, 100 o 1000, están muertos y fríos. El oro, la plata, el cobre, el níquel o el papel moneda no pueden calmar el hambre, ni satisfacer el placer sexual, ni calmar la búsqueda de entretenimiento, aunque nos rodearan montones de ellos, o estuviesen en contacto con nuestro cuerpo durante años (prescindo de que muchas veces el sucio y grasiento papel moneda pueda aplacar el hambre mortal del ser humano por unas horas). En cambio, los productos alimenticios, como el espumeante Borgoña, el Champaña, las ostras, las empanadas de hígado de ganso de Estrasburgo, las agachadizas, las aves de corral, etc., aplacan nuestra hambre y adulan el paladar (Alejandro Dumas metió un zorzal en una agachadiza, ésta en una paloma, la paloma en un pato, el pato en un ganso el ganso en un pavo, y lo frió todo… ¡debe haber estado bien sabroso!) Además, tanto las mujeres como los hombres satisfacen el placer sexual, y nuestro deseo de distracciones lo calman las carrozas, los caballos de paseo, los viajes a Italia, Grecia y Egipto, los teatros, conciertos, bailes, cacerías, etc. Y todas estas cosas pueden tenerse por poco o mucho dinero. Por eso el dinero es amado de forma consciente y demoníaca, y se lo desea y se le agarra con manos convulsas cuando se lo encuentra; o se le vigila, con ojos de Argos, cuando resplandece en la cajas fuertes, o arroja en ella su resplandor grasiento como papel moneda. Por consiguiente, el hombre no trabaja teniendo como fin el dinero, sino porque lo considera un medio, que él desea alcanza, para satisfacer sus necesidades vitales o su búsqueda de placeres.
Esto mismo es lo que hace el tacaño, puesto que él acumula tesoros, teniendo a la vista bien su necesidad vital, al ponderar las contingencias de la vida, o bien considerando su eventual satisfacción en su búsqueda de goces. Lo que sucede, en este último caso, es que va postergando el momento del goce, y este nunca llega.
Por consiguiente, ni la propiedad ni su representante, el dinero, pueden [283] ser en absoluto por sí mismos un motor de la humanidad; los únicos motores vienen de dentro y son: el hambre y el deseo de goces. El poeta dice:
“El hambre y el amor
Son del engranaje el motor.”
Y se cuidó muy bien de decir: la propiedad privada mantiene el engranaje. En sus versos, el único defecto que puedo encontrar es el amor como motor, pues en su lugar debería haberse puesto el apetito, a secas, o la búsqueda de disfrute (que incluye al amor); pero haría imposible la rima, y uno tendría que haberse dado un paseo dominical sobre Pegaso, para saber que los poetas no admiten bromas al respecto; por eso vamos a abandonar rápidamente este terreno peligroso…
Si la propiedad privada fuese puesta en una sola mano: la del Estado, no le habría sido arrebatado el más poderoso resorte a la vida del sujeto particular. Ahora, igual que siempre, el estómago humano ha de verse atormentado por el hambre, y en su pecho lanza un grito demoníaco y salvaje la búsqueda del placer y el deseo de satisfacerlo. Los doctrinarios antes citados no han visto, por tanto, nada más que un estúpido fantasma. El comunismo no tiene cuernos ni pezuñas de cabra. Vamos a ver ahora si no será un ángel con ojos benefactores.
Los goces los ha dividido muy acertadamente Schopenhauer en placeres:
de la fuerza reproductiva,
de la irritabilidad y
de la sensibilidad.
Entre los primeros incluye: comer, beber, digerir, reposar y dormir; a los del segundo tipo adscribe: caminar, saltar, luchar, bailar, esgrimir, cabalgar, juegos atléticos, caza, lucha y guerra; y los últimos son: pensar, poetizar, pintar, hacer música, estudiar, leer, meditar, inventar y filosofar.
Lo que más me asombra es que este gran hombre haya olvidado incluir entre los goces de la fuerza reproductiva el placer sexual, que es el principal, pues en este punto debe dársele la razón a Goethe, que tiene al amor por la parte más importante de la búsqueda del placer.
Por lo demás, ya se han introducido todos los principales placeres, y podemos poner el esquema a la base de nuestra ulterior consideración.
[284] Si ahora ponemos a prueba los placeres en relación a las diferentes clases de la sociedad actual, encontraremos que los de la fuerza reproductora son, predominantemente y en general, humanos, pues de ellos surgen necesidades que están vinculadas con la vida como tal, y de cuya satisfacción depende la conservación de la vida (entendida en un sentido amplio, también tomada como algo que va más allá de la duración vital individual). El placer sexual, que es el principal, afecta tanto al proletario como al rey. Ciertamente, si miramos más profundamente, el primero tiene acceso incluso a sus excesos. La diferencia que podría plantearse es solo superficial, y el proletario no la siente. Para los libertinos de los estratos más altos de la sociedad es una condición para el goce poseer lujos vestidos, fastuosos oficios, y en ocasiones también el bullicio y la formación espiritual, e incluso el ingenio y el esprit cortesano (no mencionaré aquellos individuos estrafalarios que, lo mismo que comen carne podrida, depositan su semen en carroñas vivientes.) El proletario que busca el exceso, por el contrario, habitualmente no concede ningún valor a tal ornamentación, porque él nació en medio de harapos, y ha crecido como un salvaje.
Lo mismo puede decirse de los otros placeres de la reproducción, con excepción del sueño, es decir, puede decirse que de ellos participa cualquier ser humano, y como en el caso anterior, únicamente pueden hacerse diferencias superficiales, pues la regla es que cada ser humano coma hasta sentirse saciado, beba hasta reventar, y luego haga la digestión, reposando cierto tiempo con los ojos abiertos. Además, parece claro que existen también entre las clases inferiores muchísimos sujetos que tienen un gusto fino y refinado. ¿Quién se atrevería a afirmar que a un trabajador, que está achispado por el licor o la cerveza, mientras dura el barullo y la bebida no tiene tan buen humor como aquel que busca satisfacción en el espumoso champán? ¿O quién osaría afirmar que el grado de disfrute que siente un Lúculo moderno, cuando sacrifica al dios estómago, y traga masas bestiales de tocino grasiento y cebado, aderezadas y preparadas con el mayor refinamiento culinario, con los ojos beatíficamente entornados, mientras le chorrea la grasa por las comisuras de la boca es menor que el que experimenta un campesino comilón que embaúla pedazo tras pedazo de [285] de carne adobada con chucrut, albóndigas de hígado, y una fritanga de carne de cerdo, costillas de cerdo y salchichas de todo tipo, hasta dejar el plato vacío?
Por lo que respecta al reposo, tampoco cabe hacer más que diferencias superficiales. La mayoría de los trabajadores disfruta de una breve pausa, porque muchos no saben hacer otra cosa mejor con su tiempo libre que irse a la taberna. Fuera de esto, no les queda sino holgazanear.
Finalmente, el sueño, en sentido estricto, no viene aquí al caso, pues la condición principal del placer es una conciencia clara.
Y, sin embargo, es verdad que, por lo que se refiere a los placeres de la fuerza reproductiva, existe una gran diferencia entre pobres y ricos, pero reside en las excepciones a la regla, pues muchos pobres no pueden comer hasta saciarse y su alimentación es mala; muchos de ellos, debido a esta circunstancia, y prescindiendo por completo de todas sus penalidades, que frustran la procreación, tienen menor cantidad de esperma, disponen de un estómago que siempre está rugiendo, sin experimentar el sentimiento placentero de la digestión; no pueden disfrutar ni de cinco minutos de reposo, si no quieren morirse de hambre; tienen que soportar días de veinte horas y noches de solo cuatro horas; y, en fin, muchos pobres anhelan las alegrías de la masa de los ricos, bien porque ocasionalmente han experimentado algo mejor, bien porque han sido empujados desde el luminoso día de los ricos a la vacía noche de la miseria.
Si consideramos ahora los goces de la irritabilidad, parece que, decididamente, las clases inferiores parecen llevar la ventaja; pues, en primer lugar, los campesinos viven la mayor parte del año al aire libre, en contacto con la divina naturaleza; luego, en los estratos bajos de la sociedad se baila más y con mayor placer que en los superiores; además, no puede afirmarse que ese bello y seductor juego de las fuerzas musculares que se llama pelea se dé tan frecuentemente en ellos como en el proletariado campesino; y luego, los campesinos celebran más juegos recreativos que los ricos. Además, muchos de esos placeres adquieren su dulce aroma —del que no tienen la menor idea los ricos— por contraste con el duro trabajo
Finalmente, en el ejército están representados todos los estamentos. [286] Sin embargo, ¿qué saben esos jóvenes y frescos campesinos y los vigorosos sastres, zapateros, guarnicioneros, fontaneros, panaderos, herreros, carniceros, etc., que fanfarronean embutidos en el elegante uniforme de húsar, ulano, dragón o coracero, mientras van arrastrando el sable y tintinean sus espuelas, de los planes que le prepara el Estado, cuando les enseña a cabalgar sin remuneración, poniendo, también sin remuneración, a disposición de cada uno de esos bravos un ágil caballo? La medida de su amor a la casaca ceñida, el sable que arrastran, las tintineantes espuelas, el buen trote sobre un fogoso alazán andaluz, la da el hecho de que todos ellos, sin excepción, si se dejase a su libre voluntad irse o quedarse, arrojarían en cinco minutos casaca, sable y espuelas, le lanzarían un cordial adiós a la yegua o al caballo castrado, y se alejarían a mil pasos del cuartel.
Pero también aquí queremos hacer una diferencia entre pobres y ricos, en la excepción a la regla. Muchos pobres anhelan las bulliciosas fiestas y las movidas de los ricos; muchos, aunque llevan contra su voluntad el uniforme de caballería, les gustaría cabalgar a diario; les gusta cabalgar, disfrutar del movimiento de un caballo vivaz, pero no quieren comprar ese placer a cambio de la represión militar y la opresión que implica el reglamento; muchos pobres no pueden disfrutar de ningún paseo, y deben conformarse con el pequeño pedacito de cielo gris o azul que perciben desde su aburrida vivienda en el pueblo.
Pasemos, finalmente, a los placeres de la sensibilidad.
Tampoco aquí se puede considerar a los pobres e inferiores como “desheredados”, pues tocan música y cantan, más y más alegremente, por lo común, que los ricos, meditan, filosofan (siguiendo las vías teológicas, o sobre materias metafísicas), poetizan (especialmente, si consideramos los embustes como una rama barata del “arte poético”), aprenden, leen e inventan. Lo principal es que la mayoría tampoco saben en absoluto qué es un auténtico placer espiritual; y en este punto hay que decir que esto les sucede a la mayoría de los seres humanos, y no solo a la mayoría de los pobres e inferiores. El verdadero placer espiritual lo experimentan en nuestros días, igual que en siglos pasados, muy pocas personas. Se podría contar cómodamente en solo una hora, y con gran exactitud a todos aquellos que en toda la humanidad están en posesión de un espíritu plenamente cultivado y encuentran plena satisfacción en él. [287]
Sin embargo, también aquí hay una diferencia entre pobres y ricos. Destacando por encima de los otros placeres, el placer espiritual descansa en un amistoso salir al encuentro de las relaciones exteriores. Si han de brillar y ponerse rutilantes, los brillantes han de ser pulidos; y, por otra parte, hay que decir que un diamante en bruto, si tuviese conciencia, se sentiría, sin duda, diamante. De manera que miles y miles de personas se marchitan bajo la bocanada helada de las circunstancias adversas, corroyéndoles el sentimiento de que, si hubiesen sido pulidos, habrían podido iluminar y hacer que brillasen ellos mismos y otros.
De estas consideraciones, podemos concluir que, en las presentes relaciones sociales:
1) los placeres están repartidos por toda la humanidad;
2) pero a muchos les está negada la satisfacción de las necesidades corporales, como calmar el hambre, el reposo, el movimiento o el sueño, con lo que existe una carencia espeluznante y una terrible miseria;
3) el contraste entre los goces de los ricos y de los pobres provoca una profunda herida en el corazón de muchos de estos últimos, lo que suscita en muchos la ilusión de un padecimiento real;
4) en todas las clases sociales, tanto altas como bajas, los placeres espirituales, que son los más puros y sabios de todos los placeres, les son concedidos a pocos, porque en todos los estamentos sociales surgen grandes impedimentos para la auténtica educación (más adelante explicaremos mejor este punto).
Ya de todo esto se desprende, de forma incontestable, que todos los seres humanos, con escasas excepciones, tienen el más grande interés en que cambie la actual situación de las cosas. Contra la realidad presente en el Estado, alzan sus manos:
1) los hambrientos,
2) los estúpidos,
3) las personas carentes de educación que hay en todos los estamentos, impulsadas por un poder demoníaco, que les presentan metas embaucadoras, diferentes a las que ellos realmente pretenden,
4) los sabios, que desean concedes a todos los seres humanos las bendiciones de esa cultura, que les proporciona a ellos horas tan felices.
[288] Pero más claramente que todas estas lastimeras y melancólicas imprecaciones y de tales gritos salvajes, desde todas partes habla algo sobre lo que yo ya he hecho hincapié en mi obra principal; algo que, a pesar que resuena con palabras comprensibles de forma clara y distinta para cualquiera, permanece casi siempre inadvertido, a saber: el continuo cambio de las relaciones externas.
Esto resulta algo casi inconcebible para el pensador, que ha de invocar la frase goethiana:
"El mundo no ha de alcanzar la meta tan rápidamente como nosotros pensamos y deseamos",
a fin de tranquilizarse por el hecho que expresa ese dicho cáustico y desdeñoso sobre la sociedad actual:
"hoy arriba ―mañana abajo
hoy martillo ― mañana yunque
hoy rico ― mañana pobre
hoy abundancia ― mañana carestía",
sentencia pocas veces leída, y a la que, aun leyéndola, raramente se le presta atención.
Escojamos del número de ricos, nobles y burgueses, del mundo entero cien mil individuos, cuya riqueza ha de ser indestructible ―da lo mismo que tanto este número como su riqueza sean exagerados―; pues bien: ningún padre, por rico que sea tiene la certeza de que sus hijos no caigan algún día en la miseria.
Si ese padre piensa, aunque solo sea un momento, sobre el curso de las cosas dentro de la sociedad, y deja que, aunque sólo sea de pasada, pasen sus experiencias por delante del espíritu, al mirar a su alegres retoños infantiles, deberá tener el sentimiento de que una especie de espada de dos filos atraviesa su alma, pues debe reconocer la gran probabilidad que existe de que esos pequeños seres radiantes, claros e inocentes, que alborotan tan alegre y despreocupadamente a la luz solar de la abundancia, no tengan algún día que verse obligados a mendigar su pan de puerta en puerta.
Y, frente a tal estado de cosas, ¿habría de mostrarse conservador alguien razonable, sea cual sea su posición?
Ahora vamos a ir más allá.
Cojamos un hombre muy rico y que sabe gozar de la vida. Imaginemos que se trata de un sujeto diez mil veces millonario, que está en condiciones de dilapidar 300.000 marcos al año para él y su familia. [289] No se niega ni a él ni a los suyos el más mínimo placer; supongamos, además, que es alguien caritativo, que da a los pobres 50.000 marcos al año. ¿Por qué reserva el resto de los intereses, que pueden importar 200.000 marcos y los libera a su gran capital? Porque teme el citado cambio de situación, y quiere asegurar tanto para él como para sus hijos una posición, en medio de un orden de cosas que está regido por el dinero.
¿Tiene algún otro motivo? Seguro que no. Pues, ¿pueden vivir mejor sus hijos de lo que ellos viven? ¿Puede decuplicar su fuerza procreadora? ¿Puede darle a su estómago la extensión de un buey? Mas si él ha de confesar que, ni aun haciendo los mayores esfuerzos puede elevar su capacidad de disfrute, y que ni con la mejor voluntad puede proporcionarse más placeres de los que ya tiene, entonces, ¿qué otro valor puede tener ese dinero que no necesita, sino el de elevar su capacidad para resistir la eventual miseria que siempre le amenaza?
Cualquiera puede sentir aquí el peso de la terrible cadena que atrapa a sus miembros: el rico ahorra dinero muerto, a fin de que la posibilidad de volverse pobre se vea cada vez más alejada de él, al tiempo que vive con la amenaza de poder caer en la pobreza en cada momento, ya que vive en una sociedad que gime bajo el dominio de fríos y grasientos pedazos de papel.
Si se tuviese el atrevimiento de cortar esta cadena, introduciendo un orden de relaciones sociales en el que, por una parte, fuesen imposibles la necesidad y la miseria, y por otra cualquiera pudiese tener todos los placeres pensables, entonces el dinero que superase el precio de compra de tales goces no sería para nadie otra cosa que metal sin valor. Pues lo repito: nadie puede exigir más que la satisfacción de la necesidad vital y de toda la búsqueda de placer; o, mejor dicho: nadie puede exigir más que la refinada satisfacción de la necesidad vital y el apaciguamiento de la búsqueda del goce más refinado. La organización corporal pone un límite insuperable a la búsqueda de placer.
El Barón de Rothschild, por tanto, no ama su colosal riqueza de billetes como tal, ni el Canciller von Bismarck tampoco ama su merecido y extenso patrimonio como tal, sino solamente por la seguridad que le ofrecen dentro de un orden social eminentemente amenazado. (Otros motivos, que podrían alegarse [290], no los tendré aquí en cuenta, porque son malos motivos, que yo consideraría como estigmas.)
Tengamos presente ahora qué consecuencias tendría para la necesidad vital y la búsqueda de placer de los hombres el que hiciese acto de presencia el comunismo puro, es decir, si todo el capital existente pasase a manos del Estado, con lo que nosotros asumimos, por supuesto, que cada uno, tanto antes como después, prosigue con sus negocios.
¿Habrían de vivir los ricos peor? ¿Habrían de renunciar a satisfacer sus placeres? No; igual que antes, ahora podrían seguir bebiendo champán, comer ostras, huevos de avefría y becada, viajar en carrozas, cabalgar, ir al teatro y a los conciertos, o, en una palabra, satisfacer sus necesidades vitales y todo su anhelo de placeres. En cambio, por otro lado, ya no habría ningún hambriento ni ningún desheredado, ya se sientan así en su imaginación, ya lo estén de hecho, pues el dinero, o mejor los bienes que los ricos deberían atesorar desde entonces, a causa de los vaivenes y las altas y bajas de la vida, no tendrían ya ninguna significación en un Estado donde la necesidad y la miseria serían imposibles. Los ricos darían todas sus emolumentos sin dolor, con el fin de que todos sus hermanos participaran del mismo goce que ellos.
Naturalmente, hay muchos ricos que, fuera de la satisfacción de todos sus placeres, aún tienen necesidad para su goce del prurito que implica el contraste con la desposesión de los pobres, que es para ellos como la pimienta y la sal que les permiten sentirse bien a gusto. Además, hay muchos terratenientes que para alcanzar plena satisfacción necesitan tener la conciencia de decirse a sí mismos: este es mi bosque, mi castillo, mi jardín, o estos son mis campos, aunque no tengan que temer la miseria. Pero estos no cuentan, pues, en primer lugar, su manera de pensar es despreciable, y, luego, dicha manera de pensar es fruto de las actuales relaciones. Si se quitase el calor de invernadero que suponen estas relaciones, no podría surgir esa ruda e inmoral manera de pensar en absoluto. El hombre en lo que piensa, en primer término, es solamente en calmar su deseo de goces, y todo lo demás es un añadido insano, una excrecencia dañina. Para un cazador, por ejemplo, ha de ser completamente indiferente si caza en su propiedad o en la ajena: lo que quiere es calmar [291] su deseo de matar. Si, como se ha dicho, junto al aplacamiento del deseo de matar, él quisiese, además, tener la conciencia de que posee el bosque, debería entonces contarse entre aquellos tristes compañeros cuyas úlceras habría que erradicar, por su bien, a sangre y fuego, como advirtió muy acertadamente Levin Schücking; pues lo que les impide a esos tontos ser felices es esa codicia que va más allá de la necesidad vital y del goce, la desnuda auri sacra fames (Virgilio), el amor sceleratus habendi (Ovidio).
Asimismo, sería estúpido decir: ¿cómo podría proporcionarse golosinas, equipajes, caballos de parada, etc. a todos los seres humanos? Para empezar, no todos querrían lo mismo. Luego, se puede dar por descontado que más de la mitad de los pobres se darían cuenta muy pronto de que darse la buena vida no proporciona en absoluto la felicidad, y que el único goce consiste en la rareza de su disfrute. Bastaría con que hubiesen estado varias veces en el jardín encantado y supiesen que la entrada siempre les está permitida para que ellos, bien por un simple sentido innato, bien por un refinado motivo superior, volviesen a entrar muy pocas veces en él. Esto lo demuestran de la mejor manera las familias ricas de nuestra época. Son muy pocos los ricos que comen opíparamente y llevan a cabo dispendios. Quien ha tenido ocasión de investigar bien y a fondo la vida familiar de todos los niveles sociales, encuentra que la mayoría de los ricos viven bien, pero muy sencillamente. En lugar de las estrictas normas de conducta de la Edad Media, han encontrado el ennoblecimiento a través de la educación, que tiene como consecuencia el rechazo del libertinaje.
Pero aun así, si debiese existir más codicia de la que puede ser satisfecha, entonces el Estado debería intervenir y repartir lo existente, con lo que, como ya se ha indicado, nadie se quedaría con estrecheces, porque la pérdida en cantidad se vería equilibrada por la ganancia en cantidad (mayor intensidad del goce).
Así pues, el comunismo puro traería:
1) la supresión de toda necesidad, de toda miseria;
2) ninguna privación para los ricos;
3) y para los pobres todos los goces de los que estos disfrutan.
Estas serían las primeras consecuencias beneficiosas del nuevo orden social, presuponiendo que la máquina del Estado funcionase ágilmente tanto antes como después, presupuesto que probaremos más tarde.
[292] Otras consecuencias serían las siguientes:
1) vaciamiento de la mayoría de las penitenciarías,
2) fin de todas las revoluciones violentas y de todas las guerras.
El robo está condicionado por la propiedad individual, o mejor, por la propiedad individual que nadie puede proporcionarse fácilmente. Hago esta salvedad, para eludir objeciones tontas. Un comunismo absoluto es imposible. También en un Estado que repose en el comunismo puro, determinado abrigo, sombrero, anillo, etc., serán de mi propiedad, pero ―y esto es precisamente lo importante―, se trata de una propiedad que no puede irritar a nadie, porque cada uno puede ganársela fácilmente.
Puede decirse, por tanto, que en el nuevo orden de cosas no tendrá ya lugar ningún robo, y que con esto ya no habría ladrones. Asimismo, no habría ya ningún ladrón asesino, ni ningún infanticida que actuase por necesidad (citaré aquí también a los suicidas por necesidad, aunque estos no pertenezcan a este lugar), y solamente quedan asesinos por celos, venganza, cólera, etc., en suma, homicidas que actúan impulsados por una gran pasión.
Además, cada revolución está condicionada, por una parte, por una ardiente exigencia, y por otra, por una satisfacción que se niega. En una sociedad equilibrada es impensable, por tanto, una revolución.
Por último: el fin de todas las guerras.
Voltaire dijo:
Dans toutes les guerres il ne s'agit que de voler
y por tanto, la causa real que late en el fondo de muchas guerras, aunque no de todas, es la codicia. En todas las demás guerras, empero ―desde el punto de vista histórico-filosófico debe decirse: en todas las guerras, en general―, se lucha por el progreso de la cultura, por bienes ideales, cuya plena realización tendrá lugar precisamente en el comunismo. En cuanto éste haga acto de presencia, la guerra se hará absolutamente imposible de facto.
Vamos a detenernos aquí por un instante, para solazarnos en la suma felicidad que reside en estas palabras:
ya no hay ladrones;
ya no hay revoluciones ni guerras;
ya no existe la necesidad de buscar el pan diario.
[293] A la mayoría de las clases superiores les ha sido ahorrado el horrible dolor de ver cómo en la propia familia, o en una familia amiga, un hijo descarriado haya cometido, con mano criminal, un robo. Yo sí lo he experimentado, y he tenido que ver en una familia muy allegada a una madre anciana, que había envejecido sin mácula alguna, y que no había tenido que agachar los ojos ante nadie, a la que, cuando su hijo tuvo que vestir la chaqueta de presidiario, no le era suficiente el refugio que le ofrecía el ángulo más oscuro de su vivienda. He visto a las hijas de esta madre que, en la flor de la juventud, bajo el venenoso hábito del crimen de su hermano, se marchitaban y agostaban.
"Cayó una helada en la noche primaveral
sobre las bellas florecillas,
que las hizo agostarse y marchitar."
Portaban un gusano en sus almas; y, después de arrostrarlo durante muchos años, fueron a abandonar la casa, pero de noche, pasando tímidamente cerca de las casas, rojas de vergüenza hasta la raíz de los cabellos, como si hubiesen sido ellas las que hubiesen robado, como si fuesen ellas las que estuviesen en presidio, y como si fuesen ellas las que llevasen una marca indeleble en sus frentes. La compasión de los amigos sonaba en sus oídos como un grito de desprecio; las lágrimas de sus parientes no dejaban cicatrizar las heridas. ¡Oh, Dios, Dios! ¡Cómo me ha perseguido en mis vigilias y en mis sueños esa anciana madre, con sus ojos enrojecidos, que miraban fijamente, ya sin lágrimas, lo mismo que esas doncellas quebradas!
Ya no existe propiedad alguna ― entonces no existirán madres ni hijas de esa clase.
No hace falta que describa las atrocidades cometidas por las revoluciones que han tenido lugar desde los antiguos Estados griegos hasta el año 1848; y, sin embargo, no son nada comparadas con el profundo dolor que siente en sí el pensador cuando ha de decirse: aquello que fue querido desde abajo en todas estas revoluciones, fue lo que apareció y se hizo real tras un período de tiempo más o menos largo. Por consiguiente, si las exigencias de los oprimidos hubiesen sido concedidas al instante [294], con algo de buena voluntad, se habrían evitado tales atrocidades y no se habría vertido sangre alguna.
Y el pensador no sólo debe decirse esto, sino que su atormentado oído oye ya de nuevo exigencias que ascienden desde abajo y desde todas partes, y mientras su ojo, cansado de ver miseria, ve charcos de sangre y escombros humeantes, ocasionados por estas exigencias no cumplidas, en él surge una voz que desgarra de nuevo su corazón: ¿no habrán de ser estos los últimos charcos de sangre y estas las últimas ruinas humeantes?... ¡pues luego habrá que conceder lo que se denegó, ya que lo exigido radica en el curso del desarrollo de la humanidad!
Ya no hay propiedad ― entonces ya no existen las guerras,
ni tampoco existen la cuita ni la necesidad.
El gran Goethe nos ha descrito la esencia de la cuita de una manera que, aunque no tuviésemos más que esta sola descripción, deberíamos concederle el lugar que le han merecido sus obras completas. Me limito, simplemente, a trascribirla aquí:
"Aquel a quien poseo,
del mundo no se cura;
que baje vapor feo
de eterna noche oscura,
que salga el sol o se hunda en el ocaso,
él, con sanos sentidos
siempre entenebrecidos,
no puede poseer ni aun hacer caso,
del tesoro más grande que lo halaga.
Pena y goce le son pura manía
y en medio de la abundancia de hambre muere;
que sea dicha o plaga,
siempre la ha de aplazar para otro día;
y cuando, actual, invítalo el futuro,
resolverse él no quiere.
[295] A ir o a venir, él nunca se resuelve;
y en medio del camino más trillado,
incierto se revuelve
con paso vacilante;
siempre, más desgraciado
se cree a cada instante,
y el mundo, al revés viendo,
para sí y para los demás siempre tedioso,
cansado y jadeante
la vida va siguiendo,
sin llegar nunca a verse en noble movimiento o en reposo
y sin desesperar ni someterse,
ese rodar constante,
ese partir penoso,
el deber repugnante;
la serenidad o displicencia,
la semisomnolencia
a que el mal despertar va siempre junto,
lo clavan en un punto.
(Fausto, 2ª Parte)
Además, ¿habría de aventurarse a descubrir la necesidad de pan cotidiano, tal como la ha visto Thomas Hood?
"Con dedos cansados y maquillados,
con párpados pesados y enrojecidos,
una mujer se sentó, en harapos poco femeninos,
manejando su aguja e hilo ―
¡Cose, cose, cose!
En la pobreza, el hambre y la sociedad,
Y aun, con todo de voz doliente,
cantó "La canción de la camisa".
[296] "Trabaja ― trabaja― trabaja,
hasta que las estrellas brillen sobre el tejado!
¡Ah! Es ser un esclavo
junto con el bárbaro turco,
donde la mujer nunca tiene alma que salvar;
¡Acaso esto es trabajo cristiano!
¡Trabaja ― trabaja ― trabaja!
Hasta que el cerebro comience a dar vueltas;
Trabaja, trabaja, trabaja,
¡hasta que los ojos pesen y se debiliten!
Costura, entretela y cinta,
cinta, entretela y costura,
así, hasta que sobre los botones me duerma,
¡y los termine cosiendo en sueños!
¡Ah, hombres con hermanas queridas!
¡Ah, hombres con madres y esposas!
no es lino lo que desgastáis,
¡sino la vida de criaturas buenas!
Cose, cose, cose,
en la pobreza, el hambre y la suciedad,
cosiendo a la vez con doble hilo,
una mortaja y una camisa.
¿Pero por qué hablo de la muerte?
Ese fantasma de hueso espeluznante,
apenas temo su terrible figura,
se parece tanto a la mía,
se parece tanto a la mía,
a causa de los ayunos que guardo;
Oh, Dios! Aquel pan debería ser tan querido,
¡Y la carne y la sangre tan baratas!
¡Trabaja ― trabaja ― trabaja!
Mi esfuerzo nunca flaquea;
¿y cuál es el salario?
Una cama de paja,
un mendrugo de pan y harapos.
Ese techo destrozado, este suelo desnudo,
una mesa, una silla rota,
y una pared tan en blanco,
¡que a veces le agradezco a mi
sombra que se refleje allí!
¡Trabaja ― trabaja ― trabaja!
De campanada a campanada hastiada,
¡Trabaja ― trabaja ― trabaja!
¡Igual que los presos trabajan para el delito!
[297] Cinta, entretela y costura,
costura, entretela y cinta,
hasta que el corazón esté enfermo
y el cerebro embotado.
¡Trabaja ― trabaja ― trabaja!
En la tenue luz de diciembre,
y trabaja, trabaja, trabaja,
cuando el tiempo es cálido y soleado
Mientras debajo del alero
se cuelgan las golondrinas anidando
como para mostrarme sus espaldas soleadas
y burlarse de mí con la primavera.
¡Oh! Si pudiera respirar el hálito de la dulce prímula y primavera,
con el cielo sobre mi cabeza,
y la hierba bajo mis pies;
durante solo una hora escasa,
para sentir como yo solía sentir;
antes de que conociese los males de la miseria,
¡Y lo mucho que cuesta una comida!
¡Oh! ¡Tan solo una hora escasa!
¡Un respiro, aunque sea breve!
Ni un sagrado momento libre para el Amor o la Esperanza,
¡solamente tiempo para la aflicción!
Un poco de llanto aliviaría mi corazón,
Pero en su salada cama
mis lágrimas deben detenerse,
¡pues cada gota entorpece a la aguja y al hilo!"
Con dedos cansados y magullados,
con párpados pesados y enrojecidos,
una mujer se sentó, en harapos poco femeninos,
manejando su aguja e hilo.
¡Cose, cose, cose! ―
En la pobreza, el hambre y la suciedad,
y aún, con tono de voz doliente,
¡Ojalá su lamento alcanzara a los ricos!
¡Cantó "La canción de la camisa"![1]
[1] "The song of the shirt, publicada por primera vez en Punch o The London Charivari, 16 de diciembre de 1843 (subrayados de Mainländer).
Ya no hay propiedad, y por tanto, no hay ya cuita ni necesidad. Sin embargo, advierto que lo único que surge y cae con la propiedad es la necesidad del pan cotidiano; las cuitas, por el contrario, surgen solo parcialmente de la categoría jurídica de la propiedad: en los ricos, la cuita se agarra al cambio de posiciones del organismo estatal actual, mientras que en los pobres ella se presenta entre las nieblas del día siguiente. Su otra parte reside en la familia, como mostraré enseguida.
Vamos a considerar una última consecuencia beneficiosa del nuevo orden social: la educación general. Ya he hecho hincapié más arriba en que el auténtico goce espiritual, la verdadera educación, no es ningún privilegio de las clases superiores, sino que en ellas se encuentra tan raramente como en las clases inferiores. ¿Por qué? Porque la mayoría de los ricos, a causa de los cambios de la situación, gimen igualmente bajo la férrea presión del trabajo, igual que les sucede a los pobres. Deben pensar mañana y tarde siempre en acrecentar su riqueza, porque ellos, ciertamente, no saben que va a suceder, y han de temer que mañana mismo, en vez de llegarles informes sobre trámites especulativos exitosos, les lluevan de todas partes ofertas de trabajo. ¡Y qué horrible y acuciante caza en pos del oro! ¡Qué fulgor siniestro lanzan sus ojos y sus pensamientos, que se mueven únicamente en la dirección donde rueda el reluciente metal y revolotean los billetes! De manera que, igual que los pobres, ellos tampoco tienen apenas tiempo ni base para el puro goce. Una vez que han ingresado en un determinado oficio, se ven fustigados por la situación actual de las cosas, viéndose obligados a marchar siempre hacia delante, y si un súbito relámpago ilumina la noche de alguno, de manera que consigue pararse, haciendo un esfuerzo sobrehumano, y decirse: "¡ya tengo suficiente!", se ve obligado a malgastar el tiempo que le queda jugando con fruslerías, porque es demasiado viejo para asentar sobre su educación sobre un fundamento sólido, lo que constituye la conditio sine qua non del puro goce espiritual.
A todos ellos les pasa lo que Stifter dice, con estas palabras tan apropiadas:
"Así persiguen alocados los pueblos, y, ciertamente, casi la humanidad entera, con temblorosa prisa, torturas que se alternan: comprar y consumir, cuando el hombre tendría la única felicidad que existe al alcance de sus manos: jugar como un bendito bajo la luz solar del buen Dios, igual que hace el pájaro en los cielos."
¡Todo sucede de forma completamente distinta en nuestro Estado ideal, en nuestra colmena!
En ella, cada uno trabaja solamente para satisfacer su necesidad vital y para aplacar su deseo de goces (y respectivamente, y de momento desde nuestro punto de vista actual, también para su familia). No necesita preocuparse por el día siguiente, porque, si está sano, consigue trabajando en pocas horas los medios para lograr todo lo que apetece su corazón, y si está enfermo, entonces le alimenta el Estado. Así que, después de haber abandonado la escuela, le quedan al menos ocho horas al día para su formación espiritual, es decir, para ampliar los fundamentos puestos en esa escuela, y dedicarse a pensar, hacer música, esculpir, poetizar, meditar, filosofar por sí mismo.
¡Oh cuántas miles y miles de piedras preciosas talladas relampaguearán, aunque no sean puros diamantes! ¡Oh, cuán libremente "jugará el hombre entonces bajo la luz solar del buen Dios", y qué brillante resplandecerá para él la luz fusionada de soles y estrellas de primera magnitud de los tiempos pasados! ¡Cómo se alegrará el alma, cuando ella, como dice Jean Paul:
"crecida, como Adán una vez creado, se dé una vuelta con los sentidos abiertos y sedientos, por el soberbio universo espiritual"!
¡Qué cantidad de "almas llenas de savia", como dice este mismo poeta, habrá entonces, mientras que como advertí más arriba, ahora en todas las clases sociales de la humanidad entera, aquellos de los que puede decirse que son "hijos de Jove, crecidos con ojos de los que ha caído el velo" podrían contarse cómodamente en media hora.
Resumo: Si el comunismo puro se convirtiese en el fundamento del Estado, entonces éste sería, en primer término, una obra pura, libre y bella de la justicia y del amor humano. Además, la necesidad, ese terrible fantasma de traje harapiento, mojado por las lágrimas de los ojos humanos, muertos de cansancio, y dotado de garras chorreantes de sangre humana, quedaría expulsada para siempre de las clases inferiores, y le serían extirpados sus agudos dientes venenosos a la cuita, su hermana, que extiende indecibles desgracias tanto por los estratos superiores como por las clases inferiores de la sociedad. Entonces, los criminales se verían en trance de extinción, porque entonces existirían muchos menos motivos aún para cometer nuevos crímenes, los cuales, con el aumento de la educación, es decir, con el incremento de los buenos motivos, cada vez serían más débiles, hasta llegar prácticamente a extinguirse [300]. Finalmente, desaparecerían las revoluciones y las guerras, y en todos los Estados el pueblo entero se vería elevado a una altura educativa, de cuyo claro éter solo han participado aquellos pocos elegidos que han alcanzado su vida luminosa, pura, bella y profundamente satisfactoria.
Y todo esto ―hay que advertirlo bien― se presentaría sin que hubiese que confiscar ni restringir nada a los ricos, pues es un principio racional-económico de indisputable validez "que dentro de la sociedad, en el intercambio de las recíprocas producciones y rendimientos del trabajo, las fuerzas humanas van muy por encima de sus necesidades." Por eso, ¡levantaos todos vosotros, buenos y justos! Para que el famoso poema de Dupont, que no puedo dejar de incluir en este ensayo, caracterice, por fin, un periodo pasado, y no aparezca ya como un estigma sobre la frente de la sociedad del presente:
El canto de los obreros (1846)
Nosotros, cuya lámpara por la mañana
al canto del gallo se enciende;
nosotros todos, que un salario incierto
hace retornar antes del alba al yunque;
nosotros, que con nuestros brazos, pies y manos,
con todo el cuerpo, luchamos sin cesar,
sin abrigar nuestras mañanas
contra el frío de la vejez,
amémonos, y cuando podamos
unirnos para beber en ronda,
calle el cañón o truene,
¡bebamos por la independencia del mundo [Welterlösung]!
Nuestros brazos, tendidos sin respiro,
a las ondas celosas, al sol avaro,
deleitan sus tesoros perdidos;
[301] lo que alimenta y lo que protege:
perlas, diamantes y metales,
fruto de la ladera, grano de la llanura,
¡pobres corderos, qué buenos abrigos
se teje él con nuestra lana!
Amémonos, etc.
¿Qué fruto extraemos nosotros de los trabajos
que curvan nuestros magros lomos?
¿Dónde van las ondas de nuestros sudores?
No somos más que máquinas,
nuestras Babeles llegan hasta el cielo,
la tierra nos debe sus maravillas:
en cuanto han terminado de fabricar la miel,
el patrón caza a las abejas.
Amémonos, etc.
Mal vestidos, alojados en agujeros,
bajo los desvanes, en los escombros,
nosotros vivimos como los búhos,
y los ladrones, amigos de las sombras;
sin embargo, nuestra sangre roja
corre impetuosa en nuestras venas;
nosotros nos complacemos a pleno sol,
y bajo las ramas verdes de los robles.
Amémonos, etc.
Cada vez que en torrentes
nuestra sangre fluye sobre el mundo,
es siempre por algunos tiranos
que este rocío es fecundo;
salvémosla de ahora en adelante,
el amor es más fuerte que la guerra,
esperando ya un mejor viento,
sople por el cielo o por tierra.
[302] Amémonos, etc.
(Pierre Dupont)
Ahora nos enfrentamos a dos preguntas:
1) en un Estado así, ¿tendrá el individuos móviles fuertes que le impulsen a actuar?
2) ¿será posible un Estado de tal especie?,
o, en otras palabras: ¿cómo se configuraría la segunda especie de propiedad, el trabajo viviente?, pues hasta ahora solamente hemos ponderado las consecuencias de la concentración del capital en manos del Estado.
La primera pregunta ya la hemos resuelto más arriba. Hemos encontrado que el ser humano solamente se dedica a adquirir cosas y persigue el oro, porque este representa todos los goces y porta en sí virtualiter el aplacamiento de la llamada de la naturaleza. El ser humano se ve azuzado por el hambre y el impulso a la felicidad, y no por el dinero, que, en el Estado actual solo es, propiamente, un seductor estímulo, ya que únicamente por medio de él se encuentra la satisfacción del impulso ideal. Si el ser humano pudiese calmar su hambre y su deseo de goces de otra manera, en vez de mediante el dinero, este se hundiría al nivel de cualquier otra sustancia química, carente de valor.
Se ve fácilmente que debe existir un nuestro Estado ideal un signo de valor. Sin embargo, no es otra cosa que el representante del trabajo individual o del derecho a la vida. Según esto, se puede conservar el papel moneda, el cual, empero, se rebaja al nivel de una marca. Si un papelucho de este tipo lleva el número 10, esto significa, por ejemplo, el derecho a percibir un buen desayuno, un buen almuerzo, una buena cena o también un recibo sobre un trabajo que se paga con cualquier cosa que quepa imaginar; si lleva el número 100, esto significa: derecho a un baño perfumado, a una buena cacería, una butaca en el teatro, dos botellas de champán, dos docenas de ostras, venado, huevos de avefría, paté de hígado de ganso y un refinado aguardiente.
[303] No se vaya a creer que en tal Estado ha de reinar la gandulería; pero tampoco se trabajará más de lo que es necesario, porque solamente de este modo es el ser humano un ser humano. Ahora, la mayoría de los seres humanos, tanto en los estratos sociales más altos como en los más bajos, no son otra cosa que sombríos ignorantes, que no se diferencian apenas de los animales. El hombre se reconcilia con extraordinaria rapidez con las necesidades naturales. Nadie quiere un fragmento de la luna, porque sabe que nunca podría obtenerlo; tampoco quiere nadie que la tierra se mueva de este a oeste, porque sabe que ningún poder podrá proporcionarle esta quimera. Pero cualquiera sabe que si quiere vivir, debe trabajar.
Prescindiendo ahora de aquellos que son la regla, es decir, aquellos que no pueden subsistir sin trabajo, tendríamos solamente aquellos que son unos gandules. Mas yo pregunto: ¿es posible una vida de haraganes en un Estado en el que todos sus ciudadanos se ven esclarecidos desde su juventud por la educación? En modo alguno, sino que, más bien, lo que aquí actuaría sería la vergüenza. Si, a pesar de todo, en nuestra colmena quisiesen vivir algunos zánganos, entonces el Estado debe oponérseles con violencia, obligándoles a trabajar, sin más.
Aquí podría señalarse que los trabajos inferiores y las clases profesionales podrían suponer un impedimento.
En relación con lo primero, es seguro que, cuanto más ilustrado es un ser humano, tanto más simple es también su inclinación. Hay trabajos odiosos que cualquier debe ejecutar en su persona, sea emperador o mendigo. ¿Por qué habría, pues, de ser tan difícil fregar un plato sucio, arreglar una habitación o limpiar unas botas? Son las diferencias estamentales tajantes las que dan a estas ocupaciones innocuas un carácter vergonzoso. Si el niño no percibe ya diferencias estamentales, hará los trabajos inferiores, como mozo o doncella, sin el menor escrúpulo.
Las clases profesionales, por su parte, se educarían ellas mismas. No todos los hombres que nacen son genios. Hay muchos talentos y muchos cabezas huecas, y uno tiene una inclinación visible y poderosa a esta actividad, y otro a otra. [304] Suponiendo que este impulso no existiese, cada uno echaría mano de alguna cosa, al ver que ha de trabajarse, si no quiere poner su vida en riesgo, pues, ¿se cree que sería tan duro para alguien genial, o para un simple erudito, ejercer un oficio manual? ¿No pulió Spinoza cristales para gafas? ¿No acarreó agua Cleantes y tejió Pablo tapices? ¿Pensáis que estos individuos señeros fueron infelices mientras se dedicaban a tales tareas? Sostengo, enérgicamente, que los pensamientos más bellos atravesaban el cerebro de Spinoza, precisamente mientras pulía lentes, y que a Cleantes se le apareció el núcleo de la filosofía estoica con la mayor claridad mientras porteaba agua; y lo mismo le pasó a Pablo, que pensó los pasajes más profundos de sus cartas mientras pasaba la lanzadera de un lado a otro; pues es precisamente el contraste entre estas ocupaciones lo que va construyendo la atmósfera necesaria para que irrumpan los brotes del espíritu.
En cierta ocasión, sustituí durante una semana entera a un maquinista enfermo en la fábrica de mi padre, y puesto que la actividad de un maquinista de esa clase no era mucho más que una ociosidad ocupada, allí estudié los Upanishad de los Vedas. No me sentí "indigno" en absoluto, lo mismo que no me sentí indigno cuando sirviendo en el ejército limpiaba mi caballo y mis armas. En el primer caso, me sentí más bien orgulloso de que pasase completamente desapercibida la ausencia de aquel "experto maquinista", y como soldado avergoncé, tanto como puede y con íntima alegría, a mi mozo, que era lubricador de oficio y un gandul.
Además, ¿de veras creen que no se puede cocer buen pan, o hacer unas buenas botas, o un buen abrigo, si se han visto las sublimidades del golfo de Nápoles y se lleva en la cabeza el contenido de una buena biblioteca filosófica?
Precisamente es este el fruto de una buena educación: que ella destruye cualquier amaneramiento afectado y remilgado, que apacigua las pasiones, ennoblece el ánimo y regala un talante tranquilo, paciente y sencillo. Sostengo, confiado, que en tal Estado las personas geniales rechazarían con alegría el puro oficio de vigilantes, que les asignó Platón en su Estado, para inscribirse en la lista de los trabajadores manuales. [305] Dedicarían algunas horas del día a construir con placer algún palacio, o platos y ollas, o serían dependientes en un bazar, o liarían cigarros o plantarían coles, etc. ¿Por qué no? Ellos flotarían por encima de tales trabajos, ebrio de luz su ojo espiritual, que profundizaría en la más dorada lejanía.
Según todo esto, el comunismo puro no es un pensamiento "demoníaco", que quiere hacer a la humanidad aún más infeliz de lo que ya es, sino el ardiente deseo que alberga el corazón de un ángel, y que se expande, lleno de misericordia y amor al ser humano.
En lugar de la enérgica y febril, pero infeliz, caza del oro, aparecería un trabajo alegre, y el sano y alegre juego "bajo la luz solar del buen Dios", propio de una vida más fresca, que fluye fácilmente. Que a una vida así ha de seguirle, en general, la redención de la vida [Erlösung vom Leben] es algo que no tiene nada que ver en absoluto con la pregunta de si el comunismo produce una vida floja, o vivaz y pulsante. Hemos encontrado que el comunismo producirá, primeramente, hombres despabilados, alegres y trabajadores, y que, si es así, no puede hablarse de ninguna manera de que el comunismo implique una vida renqueante y arrastrada para el Estado ideal. Si los seres humanos permanecerán así y querrán seguir manteniendo tal vida, o si una educación amplia y total no les volverá poco a poco alicaídos y presas de un cansancio mortal, es una cuestión que pertenece a un ámbito completamente distinto, que nosotros tocaremos ligeramente.
El puro comunismo abriría a todos los seres humanos el Paraíso en el cual han vivido siempre algunos desde el comienzo de la cultura, y dará a la humanidad la mejor vida pensable: sería una humanidad carente de sufrimiento, pero no por ello feliz.
[305] III. EL AMOR LIBRE
¿Supone la institución del amor libre la completa aniquilación de la pareja y de la familia?
Vamos a aclarar, en primer lugar, qué es lo que entienden por amor libre los apóstoles de dicho amor.
Nos explican lo siguiente:
[306] 1) si un hombre quiere a una mujer y esta le quiere, entonces pueden fundar una comunidad.
2) si varias mujeres aman a un hombre, este puede vivir en común con varias mujeres.
3) si un hombre está cansado de una mujer, o una mujer de un hombre, se separan;
4) los niños, en el mismo momento de nacer, o poco tiempo después de haber nacido, son entregados al Estado.
De lo dicho, parece evidente que la institución del amor libre no suprime el matrimonio y que, tanto antes como después, existe una comunidad marital, una familia.
La diferencia entre ambas instituciones radica en la superficie, y, determinada generalmente, dice así:
En la institución del amor libre, queda a discreción del individuo vivir en la monogamia o en la poligamia, y los niños son tan solo ciudadanos del Estado: tienen procreadores, pero no padres.
La sentencia de esos nobles doctrinarios, según la cual
sin el matrimonio no hay, en general, Estado,
es algo que, por consiguiente, no toca en absoluto al amor libre. Esto solamente tendría sentido si se entendiese por celibato la castidad absoluta; entonces, no hay duda de que tales doctrinarios tendrían razón; pero, ¿serían buenos cristianos, si se alzasen enfurecidos contra el celibato, en este sentido? Serían malos cristianos los que se rebelasen contra su salvador. Pero esto lo mencionaremos ahora solo de pasada; más adelante tocaremos el Cristianismo.
En el matrimonio actual nos salen al paso a propósito, en el ámbito del tráfico sexual, la prostitución, las rameras, y el matrimonio aparente, que es una poligamia larvada.
Desde siempre, los más puros y nobles, aquellos que están por encima del goce sexual, han hablado sobre las relaciones sexuales de la manera más libre, juzgando las faltas en este ámbito de la manera más suave. Es evidente por qué. En primer lugar, servían a la verdad, y quien se ha consagrado a esta alta diosa, no tiene reparos y habla abiertamente de lo que abruma su corazón; pues se trata de individuos que han luchado y sangrado por miles de heridas, de manera que el recuerdo de la salvaje lucha les hace extraordinariamente dulces e indulgentes. [307] Ellos conocen la violencia del demonio que recorre la sangre, dando alaridos, y hace de la pobre razón la Cenicienta, que se intimida, temblando, y huye del sombrío tirano a los ángulos más extremos del cerebro, tapándose los ojos, no sin lamentarse de vez en cuando, diciendo:
"Tú has ocultado y desplazado mis enseres,
busco y es como si estuviese loco y ciego.
Haces tal ruido...
(Goethe, Cupido, deslenguado y obstinado muchacho)
Así, vemos también a Schopenhauer condenar francamente la monogamia y alabar la poligamia, aun siendo un sabio, que renunció al goce sexual (quizás después de haber tenido una tormentosa juventud), atendiendo bien solamente al cuerpo. ¿Qué le impulsaba a ello? Tan solo la compasión con las brillantes ninfas de los burdeles, cuyo interior está tan vacío y marchito como un desierto. ¡Horrible! ¿Qué caballero visitaría esos lugares de fornicación, ribeteados de colorete, sin luchar con una angustia mortal, llevado por la compasión? ¿Qué caballero podría abandonar la Porta Capuana en Nápoles, las guaridas del comercio sexual que existen en París y Londres, los burdeles de marineros de Amsterdam o las calles del barrio perdido de las putas en Hamburgo, sin alzar su puño hacia el cielo y gritar: ¿Cómo puede vivir un Dios misericordioso, y permitir este tráfico humano?
¿Y qué lleva a estas infelices, dotadas la mayoría de un corazón de oro, a tales infiernos? La necesidad de ganarse el pan cotidiano, o el impulso sexual de un hombre, que no se ve satisfecho por una única mujer (un estupro en sentido amplio), o el propio impulso sexual, que no pudo apaciguarse, porque tal como están de duras las cosas, la ganancia actual del sustento, la lucha por la existencia, la mala educación de la mayoría de las mujeres, hacen que muchos hombres deban evitar el costoso matrimonio: por tanto, una serie de malas circunstancias, que no existirían en absoluto en el Estado ideal.
Schopenhauer dice:
[308] "En nuestra parte monógama del mundo, casarse significa reducir los propios derechos a la mitad y duplicar nuestros deberes. En la antinatural posición de ventaja que la institución de la monogamia y las leyes matrimoniales dan a la mujer, que aparece como el completo equivalente del hombre (algo que en absoluto es cierto), los hombres listos y prudentes tienen a menudo reparos para llevar a cabo tan gran sacrificio y someterse a un pacto tan desigual. Mientras que en los pueblos polígamos cada mujer encuentra aprovisionamiento, en los monógamos el número de mujeres casadas disminuye y queda un sinnúmero de mujeres sin medios de subsistencia, que en las clases superiores vegetan como inútiles viejas solteronas, mientras que en las inferiores están sometidas a un trabajo terriblemente pesado, o son chicas que llevan una vida tan alegre como deshonrosa; pero que son necesarias, bajo tales circunstancias, para la satisfacción del sexo masculino, y por eso entran en un estamento reconocidamente público, con el fin específico de preservar de la seducción a aquellas mujeres favorecidas por el destino que han encontrado hombres, o esperan encontrarlos. Sólo en Londres hay 80.000 de estas mujeres. ¿Qué son, pues, estas mujeres sino víctimas sacrificadas por los hombres a los altares de la institución de la monogamia, que al cabo de poco tiempo se convierten en mujeres horribles? Todas las mujeres que estamos citando y puestas en tan mala situación, son la inevitable contrapartida de la dama europea, con su pretensión y arrogancia. Según esto, para el género femenino, considerado como un todo, la poligamia es una bendición. Por otra parte, lo razonable es prever por qué un hombre, cuya mujer padece una enfermedad crónica, o es estéril, o poco a poco ha llegado a ser demasiado vieja para él, no podría tener una segunda mujer. Lo que hace que los mormones reciban tantos conversos parece ser que dejan de lado la antinatural monogamia. Pero, además, la división de derechos antinaturales a la mujer le ha puesto deberes antinaturales, cuya lesión, sin embargo, la hace infeliz. A saber: a algunos hombres les hacen desaconsejable el matrimonio reparos de posición o de haberes, si no se unen a ello brillantes condiciones, que aseguren la posición de la mujer que elige y de los niños. [309] Ahora, si la mujer cede, no existiendo los derechos inalienables que solamente garantiza el matrimonio, ella, dado que el matrimonio es la base de la sociedad burguesa, quedará en cierto grado deshonrada y tendrá que llevar una vida triste, porque la naturaleza humana trae consigo que dotemos de un valor desmedido a la opinión de los demás. Si, por el contrario, ella no cede, corre el peligro de tener que casarse con un marido que la repugna, o secarse como una vieja solterona, pues el tiempo en que puede encontrar partido es muy corto. En consideración a esta faceta de nuestra institución monógama es muy recomendable leer el bien fundamentado tratado de Thomasius De concubinatu: en él se ve que en todos los pueblos cultos y en todas las épocas, hasta la Reforma luterana, se reconoció el concubinato como algo permitido, y, en cierto sentido, legalizado, sin que le acompañase ninguna disposición deshonrosa, y que solamente fue rebajado a este nivel por la Reforma luterana, con lo que se reconoció un medio para la justificación del matrimonio de los eclesiásticos, con lo que luego la parte católica no ha podido quedarse atrás en esto.
Sobre la poligamia no hay que discutir, sino que hay que tomarla como un hecho, que existe por doquier, y de lo que se trata es meramente de su regulación. ¿Dónde hay auténticos monógamos? Todos vivimos, al menos por un período de tiempo, y la mayor parte de las veces, en poligamia. Puesto que, en consecuencia, cada hombre necesita muchas mujeres, nada es más justo que, estando él libre, se le obligue a ocuparse de muchas mujeres. Con esto, la mujer es reconducida también a su natural y justa situación como ser subordinado y la dama, ese monstruo de la civilización europea y de la estupidez cristiano-germánica, con sus ridículas pretensiones de respeto y veneración, saldrá del mundo, y solamente habrá mujeres, y no ya mujeres infelices, de las que Europa está ahora llena." (Parerga, II, 658)
Estas palabras del gran hombre dan en el clavo [310], apuntan al mal, y tocan también el problema del matrimonio aparente, como un mal necesario.
Igualmente acertado es el siguiente pasaje:
"El hombre puede producir cómodamente unos cien niños al año, si se ponen a su disposición las mujeres adecuadas; la mujer, en cambio, por muchos hombres que tuviese, solamente puede traer al mundo un niño por año (prescindiendo de los mellizos). Por eso, el hombre siempre mira alrededor buscando otras mujeres, mientras que ella se cuelga con firmeza de un solo hombre, pues la naturaleza la impulsa, instintiva e irreflexivamente, a obtener al alimentador y protector de la futura cría. En consecuencia, la fidelidad matrimonial es algo artificial para el hombre, mientras que para la mujer es algo natural, y por consiguiente, la ruptura de la pareja por parte de la mujer es algo que, objetivamente, va en contra de las consecuencias, y, desde el punto de vista subjetivo, dado que es contraria a la naturaleza, resulta mucho más imperdonable que la del hombre." (MVR, II, 619)
Hablo, naturalmente, de aquellos hombres que están presos de las garras del impulso sexual. No hablo aquí de ángeles, pues, si no, habría proyectado una imagen completamente distinta. El filósofo debe tomar a los seres humanos como son, no como deberían ser ni como a él le gustaría que fuesen. Por eso, pregunto sin rodeos: ¿es natural que un hombre sea continente durante la menstruación, la gestación avanzada y el estado de debilidad en el que cae la mujer después del parto? Quizás muchos lo sean, pero otros muchos no podrán serlo, y caerán en el extravío.
La institución del amor libre suprime la prostitución y la poligamia larvada del hombre: ¿no queda ennoblecida por ello?
Consideremos ahora el matrimonio aparente desde otro lado. Dos cónyuges que han llegado a ser completamente extraños entre sí, y, por impedimentos que surgen cuando están en vías de la separación, o a causa de consideración provenientes de la opinión pública, que santifica de manera exagerada el vínculo matrimonial, arrastran esas cadenas rotas en las que se han convertido las livianas cadenetas florales, que ahora pesan como pesado y fragoroso plomo; llenos de dolor, respiran un cargado y sofocante, del que ha desaparecido la alegría y en el que sólo se ventea la cólera. Un matrimonio así, que se mantiene a la fuerza, es el semillero de un oscurecimiento interno [311], del que se derivan decisiones cuyo influjo sobre la vida total es incalculable. Goethe dice:
"Las sombras y luces del ser humano constituyen su destino."
y yo añado: y también del destino de la Humanidad. Con la historia en la mano, puede probarse que el género humano habría sido mucho más significativo de lo que es, si la institución del matrimonio en los tiempos primigenios hubiese tenido un carácter menos coactivo.
¿Quién puede sondear la miseria de un matrimonio que permanece unido solamente por la fuerza, dando igual en qué consista ésta? Me he fijado en muchos matrimonios de este tipo, y me he apartado con horror de las discusiones que el menor motivo bastaba para desencadenar, con todas sus consecuencias. La mentira y la difamación alzaban obstinadamente sus cabezas por ambas partes, azuzadas por las pasiones, pasando de ser animales domesticados a convertirse en bestias salvajes, y tras la túnica de seda y el abrigo más refinado y cargado de medallas, acechaba el más malicioso, desvergonzado e ilimitado egoísmo natural, con todas sus derivaciones. Ambos cónyuges se comportaba uno hacia otro como güelfos y gibelinos. Llegué a oír a jovencitas y a niños de diez años dirigir tales palabras hacia sus padres o madres, que me pregunté si estaba soñando. Y estas palabras se las habían dicho las madres a las jovencitas y el padre al muchacho, sin que ellos las comprendieran en absoluto. ¡No y mil veces no! El matrimonio aparente no puede continuar, y ha de recibir el golpe de muerte, incluso aunque no hubiese más que un matrimonio infeliz, si bien lo cierto es que hay innumerables matrimonios de este tipo.
Consideremos ahora la segunda consecuencia de la institución del amor libre:
Los niños solamente son ciudadanos del Estado; tienen progenitores, pero no padres.
Soy muy consciente de que esta proposición suena muy áspera para ese sentimiento bueno, dulce, incluso sagrado, que alberga el pecho de padres y madres, pero también sé que puede ponerse en su lugar algo mucho mejor, un sentimiento mucho más dulce y sagrado, aniquilándose de paso otros sentimientos que son horribles. Por eso, ¡seamos valientes y sigamos adelante!
[312] La madre quiere al niño de pecho de forma instintiva, vale decir: demoníaca. Su espíritu no puede dar ninguna justificación de por qué se siente tan inexplicablemente atraída hacia ese pedazo de carne, que la mira con ojos fijos, y dotado de movimientos convulsos y de una voz chillona y chirriante. Es como si la naturaleza supiese que si ese gusanito fuese expuesto, perecería miserablemente de hambre, y por eso ha plantado en la madre el impulso ciego de apretarlo con sus brazos protectores contra su pecho. En cambio, el padre raramente está tan prendado por su hijo, durante el tiempo en que este es un retoño. Es más bien la imagen conmovedora de la madre con el niño la que le aparta por algunos instantes de la acuciante caza del oro, y le sumerge en una complaciente felicidad. Entonces sus ojos salvajes y codiciosos se vuelven dulces y suaves, y besa emocionado a la mujer amada y al fruto común de ambos.
Los padres sienten una alegría más pura y un amor consciente ―que siempre hay que explicar― desde el momento en que el niño puede andar y comienza a hablar, y dichos sentimientos se van elevando, hasta que el niño cumple, aproximadamente seis años. Pues ahora ese pedazo de carne hambrienta o durmiente se ha desarrollado hasta formar un organismo, en el que tanto el padre como la madre reconocen semejanzas con ellos, bien externas, bien de carácter. Ahora cada uno de ellos ama en el niño al amado o a la amada, o a sí mismo. Ahora el amor paternal es, bien un amor de pareja rejuvenecido y transfigurado, bien amor propio, y el niño se convierte en un nuevo vínculo entre esposo y esposa.
Análogamente, ahora surge la pura alegría de los padres, al ver cómo se estimula la energía muscular del niño y surge en él el apetito del conocimiento. Ahora surge el gracioso y más tarde ajustado y elástico juego de la irritabilidad, y los ojos rígidos del niño de pecho se convierten en estrellas, que a veces miran relampagueantes, y otras lo hacen de manera contemplativa y reflexiva. Las preguntas no tienen fin, y cada respuesta es cuidadosamente ponderada, clasificada y rubricada. Ahora resuena un reír argentino, aparece la sonrisa, traviesa unas veces, astuta otras; ahora se une el espíritu reflexivo a la irritabilidad, y surgen los juegos secretos, los descubrimientos y las sorpresas burlonas y alegres, y todo con el encanto de la inocencia, a salvo de las molestias que causa la fuerza reproductiva, que por el momento dormita.
[313] Y de nuevo interrumpe el hombre cada día, y aún más tiempo que antes, esa loca y salvaje caza en pos de su ganancia, y celebra fiestas que solamente un padre conoce, mientras que la madre verdadera, mediante el trato casi ininterrumpido con los pequeños burlones y burlonas, se ve recompensada con creces por los dolores que su movido carácter le han causado.
¡Pero a todo ello le sucede otra imagen!
"Niños pequeños, pequeñas preocupaciones,
niños grandes, grandes preocupaciones",
es un refrán francés muy bueno. De repente, surge una gran pelea y disputa entre los hermanos; tienen lugar escenas violentas, se muestra el egoísmo natural, carente de toda consideración. Los padres ejercen su arbitraje, y fuerzan de nuevo la paz ― pero, ¿no queda tras todo ello una sombra muy peculiar, que se resiste a ceder? ¿Se trata de la sombra que arroja el ala de la preocupación, que se ha colado por la noche por el agujero de la cerradura, y ahora ya no quiere irse? A los padres les mueven pensamientos como, por ejemplo, estos: "quien carece de miramientos en las cosas pequeñas, no será un desalmado en las grandes? ¿Alguien capaz de mentir, no robará?
"Con sus actos deja ya entrever el muchacho si sus obras serán puras y rectas." (Proverbios, 20, 11)
¡Ay, ay! La preocupación está realmente ahí, ya no se debilita, y cuanto más padres son los padres, en el mejor sentido de esta palabra, tanto más espacio gana ella a diario en su corazón.
Ahora comienzan las disputas fuera de casa, en los juegos o en la escuela. Ahora, el padre de este niño debe tomar partido contra el padre de aquel niño. Ahora surgen escaramuzas con el vecino, que finalmente acaban a menudo con una enemistad mortal, y dejan fluir una fuente, de la que fluyen diariamente enojos y pendencias.
Además ahora se pone de manifiesto la miseria del profesorado, que debe dejarse contar a los profesores mismos, para aprender a apreciarla. El niño, o no aprende o está distraído, por lo que se le castiga o avergüenza. Llega entonces "anegado en lágrimas" a casa; la madre, preocupada, se entera de todo. Lanza chispas y clama, con amor ciego: "¡Tú, hijo mío, que eres un genio, tratado como un zoquete! ¡Tú, ángel mío, un haragán! ¡Espere usted, querido señor [314], que va a oírme!" Al padre, que llega a casa deseando descansar de los problemas del trabajo, le esperan caras hoscas y rostros contraídos. En vez de ojos diáfanos, topa con miradas veladas y ensombrecidas. La mujer le azuza contra el profesor, y ― el resto es silencio.
Pero, ¿qué son estos padecimientos al lado de los que deparan los años siguientes? Consideremos, primero, las preocupaciones que surgen de la actual lucha por la existencia [Kampf um's Dasein]. Ya he dirigido la atención de las personas razonables hacia el hecho de que ningún padre, por rico que sea, tiene la certeza de que sus hijos no caerán en la miseria. La lucha se dirime de manera cruel y salvaje, y la vida humana se ve zarandeada por miles, incontables manos, que se reúnen por azar. Solamente en el Estado ideal se pueden atar la mayoría de las manos que suponen un peligro, pero en el actual, todas tienen campan por sus respetos. Y cuán despiadadamente rompen ellas lo que se llama felicidad, en el sentido popular de esta palabra, lanzando sus ruinas desdeñosamente ante los pies de los ensordecidos individuos:
"Felicidad y cristal ―
¡Se rompen con facilidad!"
¡Cuántas privaciones, sufrimientos y sacrificios de todo tipo han de soportar las madres, para que no les falte cobijo y comida a sus hijas, y a qué extremos de humillación, vulgaridad y sometimiento han de someterse a menudo los padres para alcanzar ese mismo objetivo!
Y aún más: ¡Hasta qué punto la caza en pos del oro del padre se vuelve lacerante y carente de reposo! ¡Sólo ahora experimentan los fuertes latigazos y los pescozones en la nuca, así como sus afiladas espuelas, que se clavan en sus flancos sangrantes. Deben seguir adelante, siempre adelante, y cuanto más sensibles son, tanto más rápido han de ir, ¡pues está en juego la felicidad de sus buenos y queridos niños, que no han de mendigar jamás! ¡Nunca! Eso es lo que le piden a Dios misericordioso. ¡Cómo vacila aquí el alma de cualquier persona honesta y en el fondo honrada, cuando se acerca el Tentador y le susurra al oído: "¡Pilla, hombre! Tus acciones no entran en conflicto con las leyes, pues te detienes justamente en el límite", o: "Tímales en la medida y en el peso, ¿qué más da? ¡Si no se va a dar cuenta nadie! Y a cambio, estos ―le muestra la encantadora imagen de los niños ante sus excitados sentidos― estarán completamente protegidos con el oro que has ganado. El mundo es malo, y lo que tú no hagas lo harán los demás... ¿Vas a arruinarte a fuer de honrado?"
Y él, que hubiese podido resistir y hubiese salido victorioso de la lucha, si no hubiese tenido ningún hijo concreto, se somete, retorciéndose como un gusano.
Y luego, están los hijos varones: ¡con qué dolor desgarrador del corazón abandona la buena madre a su joven hijo al mundo! Cómo sigue en sus pensamientos su barquita y pondera, llena de padecimientos, todos los escollos que debe sortear su frágil barquilla. ¿No le ha dejado abandonado en el infierno? ¿O es que el Estado presente es el Reino de los Cielos? ¡Con qué angustia mira las estrellas, mientras brota de su alma llena de heridas una plegaria muda, para que le protejan y todo le vaya bien!
Si el hijo es un vago, entonces el padre exclama, como el sabio rey de los judíos:
"¿Hasta cuándo dormirás, perezoso? ¿Cuándo te levantarás de tu sueño? Duermes un rato, un rato te amodorras, cruzas los brazos, y a descansar. Y te llega la miseria del vagabundo y la indigencia del mendigo." (Proverbios, 6, 9-11)
Si el hijo es un disoluto, entonces surgen otras pesadas preocupaciones.
Y todos estos estados de desasosiego, estas inagotables fuente de pena para el alma, que cada año fluyen con más abundancia, representan, desde luego, un camino de espinas, pero después de todo soportable. Se dan en cada familia, y no manchan su honor. Incluso llegan a eclipsarse, cuando se los pone al lado de otros dolores que puede prepararles a cualquier pareja de padres un niño.
Sé muy bien que los buenos hijos e hijas son una alegría para los ojos y el corazón de sus padres. Bienaventurados aquellos que pueden decir, sin sonrojarse: "Este es mi hijo; esta es mi hija." Pero, ¿es tan raro que estas palabras: "este" y "esta", "mío" y "mía" no quieran llegar a los labios de muchos padres, y se les estrangulen en la garganta, quemando sus lenguas como plomo fundido?
[316] Ya mencioné antes la miseria que un hijo díscolo lanzó a cántaros sobre su familia. Significó la miseria más grande, inimaginable y pesada que puede lanzar un hijo sobre sus padres, pero no es la única. ¿Deberé tan solo aludir los demás hechos execrables con los que los niños pueden romper el corazón de sus padres? Únicamente querría citar las crueles acciones que cometen a menudo los hijos contra sus padres, dejando que hable aquí Shakespeare por mí. Dejaré que comparezca el Rey Lear, a fin de que rompa una lanza a favor de ceder los hijos al Estado:
"LEAR.- ¿Sois vos nuestra hija?
GONERIL.- Vamos, señor, emplead esa vigorosa razón de que estáis dotado, y ahuyentad esas extrañas divagaciones que, de algún tiempo acá, alteran vuestro buen carácter, hasta el punto de desfiguraros completamente.
LEAR.- ¿Hay alguien aquí que me reconozca? ¿Es este Lear? ¿es Lear el que anda? ¿es Lear quien habla? ¿están abierto sus ojos? Por fuerza su inteligencia está debilitada y su razón sumida en letargo... ¿Yo despierto?... No puede ser... ¿Quién podrá decirme lo que soy... la sombra de Lear. Quisiera saberlo, porque estos indicios de soberanía y las luces de la razón y de la reflexión podrían persuadirme, erróneamente, de que he tenido hijas. ¿Vuestro nombre, bella dama?
GONERIL.- Vaya señor; ese asombro que fingís se parece a vuestras demás extravagancias, tan nuevas para mí. Os ruego que interpretéis en buen sentido mi manera de ver y mis advertencias. Sois ya viejo, vuestra edad es venerable y deberíais ser más cuerdo. (...) Permitid que vuestro séquito se reduzca a cincuenta caballeros y que éstos sean gentes convenientes a vuestra edad y sepan conocerse y respetaros.
[317] LEAR.- ¡Infierno y caos! Que dispongan mis caballos; que se reúna mi séquito. ¡Hija degenerada! No; ¡nunca he sido padre tuyo! ¡Ea! ¡Ya no te estorbaré más! Aún tengo una hija. (...) ¡Ingratitud! ¡Furia de marmóreo corazón, mil veces más horrible cuando te muestras en nuestros hijos, que los más espantables monstruos del Océano! (...) ¿Es posible, señor? ¡Atiéndeme, oh naturaleza! ¡atiéndeme, cara divinidad! Suspende tus designios, si acaso te proponías hacer fecunda a esta criatura. Infunde en sus flancos la esterilidad, deseca en ella los orígenes de la vida, y que jamás salga de su seno desnaturalizado un hijo que te honre con el nombre de madre. O si algo ha de producir, forma a su hijo con negro humor y haz que nazca contrahecho y perverso, para suplicio de su madre, y que imprima en su frente las arrugas prematuras de la vejez y que haga derramar sin tregua amargo llanto surcando sus marchitas mejillas con restos de fuego y que todos sus beneficios los pague con el desprecio, a fin de que su madre pueda comprender que el diente ponzoñoso de la sierpe es menos desgarrados, menos cruel que el dolor de tener un hijo ingrato. ¡Ea, partamos, partamos! (...) ¡Muerte y vida! Me avergüenzo de que aún tengas el poder de conmover mi alma a tal extremo, haciéndome verter a pesar mío ardientes lágrimas. ¡Caigan sobre ti la peste y todas las plagas! ¡atraviésente y desgárrente los incurables dardos de la maldición de un padre! ¡Ojos míos, demasiado insensatos y tiernos! ¡Si aún sois capaces de dar paso al lloro, os arranco sin piedad! ¡ah! ¿a tal punto han llegado las cosas? ¡Pues bien, sea! Todavía me queda una hija, tierna y compasiva, estoy seguro. Cuando sepa tu comportamiento, se abalanzará a tu horrible rostro y lo desgarrará con sus propias manos. Ten entendido que volveré a arrancarte una grandeza que te figurabas había perdido para siempre.
GENERIL.- ¿Le habéis oído, Monseñor?
[318] EL DUQUE DE ALBANIA.- A pesar del amor que os profeso, no puedo ser bastante parcial.
GONERIL.- Por favor, tranquilizaos." (El Rey Lear, Acto I, escena IV)
"LEAR.- ¡Cómo despierta e invade mi corazón la cólera! Inflamable bilis, vuelve a tu esfera. ¿Dónde está esa hija? (...)
REGAN.- ¡Tengo gran satisfacción en ver a vuestra alteza!
LEAR.- Así lo creo, Reagan, y me sé la razón. si mi presencia no fuese para ti satisfactoria, divorciaríame yo de la tumba de tu madre, entonces sólo guardaría las cenizas de una adúltera. (...) ¡Mi querida Reagan; tu hermana es una miserable! (...)
REGAN.- ¡Ah, señor!¡Sois ya viejo! ¡La naturaleza llega, en vos, al límite de su carrera! ¡Debierais dejaros guiar por alguna persona prudente, más conocedora de vuestro estado que vos mismo. Así, pues, os ruego que volváis junto a mi hermana y convengáis en que la injuriasteis.
LEAR.- ¡Pedirle perdón yo! ¡qué proceder tan puesto en orden! Irle yo a decir (se arrodilla): Querida hija, confieso que soy viejo; un viejo es un ente inútil; me prosterno a tus plantas, dígnate concederme una vestidura un lecho y bocado de pan.
REGAN.- Basta señor; cesad en esa chanza poco sensata. Volved al lado de mi hermana. (...)
GUNERIL.- ¿Y qué, señor? ¿No podríais haceros servir por sus criados o por los míos?
REGAN.- ¿Por qué no podríais, señor? Si llegasen a faltaros, castigarlos sabríamos. (...)
LEAR.- Recordad que os lo di todo.
REGAN.- Y lo disteis oportunamente.
LEAR.- (...) Otra cosa necesito yo: la paciencia; otorgádmela, clementes dioses. En mí veis a un desventurado viejo, tan abrumado por el dolor como por el paso de los años. Si sois vosotros los que armáis a estas hijas contra su padre, no me inspiréis demasiada insensibilidad para soportar tranquilo sus injurias; infundidme una noble cólera. No mancille las mejillas de un anciano el llanto, única arma de la mujer. Sí, monstruos desnaturalizados, de vosotras tomaré una venganza que el mundo entero... Ignoro a qué extremos llegaré; pero juro que ha de temblar la tierra. ¿Pensabais verme llorar? No lo lograréis. Verdad es que me sobra motivo para ello: mas antes de verter una sola lágrima, quedará roto en pedazos mi corazón. ¡ah temo volverme loco! (...)
REGAN.- (...) Cerrad las puertas. Los que le siguen son gente decidida; pueden abusar de su estado de debilidad, y la prudencia aconseja que nos prevengamos contra sus desmanes.
EL DUQUE DE CORNUALLES.- Cerrad las puertas, señor. ¡Vaya, qué noche más cruel! Mi Regan opina muy cuerdamente; preservémonos de la tempestad!" (El Rey Lear, Acto II, escena IV)
[320] "Agota tus flancos huracán, derramando tus torrentes de lluvia y fuego; vientos, trueno, tempestad, no sois vosotros mis hijas: elementos furiosos, no os acuso de ingratitud. No os he dado un reino; no sois hijas mías, ni me debéis obediencia. Descargad, pues, sobre mi todo el furor de vuestros crueles fuegos; soy vuestro esclavo sumiso, pobre y débil anciano, abrumado bajo el peso de los achaques y el desprecio, y sin embargo, tengo el derecho de llamaros cobardes ministros, que os aliáis cuando hijas perversas, declarándome la guerra desde las alturas, eligiendo por meta de vuestros horribles combates mi vieja cabeza cubierta de blancos cabellos. ¡Oh, sí! ¡Vergonzosa cobardía! (...) (El Rey Lear, Acto III, Escena II)
¿Son tan raras maldiciones paternas de esta clase? ¡Oh, he oído, estremecido, docenas de ellas a lo largo de mi vida! Y no solamente resuenan en mi oído tales maldiciones, sino también los reproches paternos, primero en forma de autoacusaciones, y luego, las demandas que se lanzan unos a otros. Los cabellos grises fueron desplumados y el conmovedor lamento de dolor resonó: ¿por qué no habré prestado atención a las palabras de la Biblia?
"El que ama a su hijo no le ahorra castigos, para poder alegrarse después.
El que educa bien a su hijo recibirá satisfacciones, y ante sus conocidos se sentirá orgulloso de él.
Será envidia de sus enemigos el que instruye a su hijo, y ante sus amigos se mostrará contento.
Muere el padre, y es como si no muriese, pues deja tras de sí un hijo como él.
Durante su vida se alegra de verlo; en el momento de la muerte no siente tristeza.
Contra sus enemigos deja un vengador, y para sus amigos quien pague sus favores.
Quien mima a su hijo tendrá que vendar sus heridas, y a cada grito que dé se le estremecerán las entrañas.
Caballo no domado se encabrita, hijo consentido se hace díscolo.
Mima a tu hijo, y acabarás aterrado, juego con él, y te hará llorar.
No rías con él, para no llorar con él: acabarás rechinando los dientes.
En su juventud no lo dejes libre; y no cierres sus ojos a sus faltas.
Doblega su cerviz mientras es joven. Túndele las espaldas mientras es niño, para que no se haga díscolo y te desobedezca, y por ello tengas que sufrir.
Educa a tu hijo y corrígelo, para que no tengas que aguantar su insolencia." (Eclesiástico, 30)
[321] Luego, le reprochó el padre a la madre: "Tú tienes la culpa de todo, has malcriado al niño", y la madre le respondió: "Mientes, eres tú quien le has afeminado y le has dejado hacer lo que le ha dado la gana."
Era horrible.
Para la mayoría de los hijos, sus padres viven demasiado tiempo; si no lo dicen, al menos lo piensan. Pero yo me he encontrado a menudo desgraciados que lo expresan abiertamente, especialmente en el mundo rural. Los padres adivinan estos pensamientos de los hijos, y padecen mucho por ellos. ¿Qué han de hacer? Si ceden sus pertenencias a sus hijos mientras viven, les aguarda el destino de Lear; si las conservan, saben que esperan impacientes su muerte, la cual muy a menudo se induce violentamente (como prueban las escandalosas cifras de la criminalística).
Antes de dejar la relación con los hijos en nuestra época, vamos a lanzar una mirada hacia lo que supone la muerte de los niños. Tocaremos de pasada los padecimientos que se derivan para los padres de la estupidez, las lisiaduras y las enfermedades de los hijos.
La muerte de los hijos que son buenos produce una herida profundísima en el alma de los padres. Así, los buenos padres son como el Rey Lear, cuando se lamenta por su buena Cordelia:
"¡La he perdido para siempre! ¡Oh, yo sé distinguir si una persona está viva o está muerta! Miradla: ¡insensible como la tierra! (...) Ahora muerta está para siempre." (El Rey Lear, Acto V, escena III)
Y una buena madre, como la reina Herzeleide cuando se despide de Parzival, no puede sobrevivir a la muerte de su hijo, se convierte en monja, o se vuelve loca:
"Ella le besó muchas veces y le siguió detrás;
El gran dolor su corazón le atravesará,
pues ella a su hijo no vería ya más.
Allí, esclarecida mujer, la luz cayó
a tierra, donde ella el dolor cortó,
hasta que la muerte por ello padeció."
Nos proponemos ser misericordiosos, y no hurgar en su dolor.
[322] Por el contrario, queremos ahora ponderar, dentro de los márgenes convenientes, el padecimiento de aquellos hijos que llegan a conocer a sus padres y hermanos.
Igual que los hijos descarriados producen padecimientos a sus padres, también pueden acumular los hijos una vergüenza indeleble y un padecimiento profundo, debido a las murmuraciones del vulgo, que afirman que su padre ha robado, asesinado, ha estado en presidio, o que su madre ha sido una prostituta, ha impulsado a algunos al camino del crimen, o les ha llevado a buscar la soledad, más allá del Océano, en los bosques más tupidos, rodeados de pájaros exóticos. Estas murmuraciones del vulgo, por despiadadas e injustas que sean, pueden, no obstante, disculparse, pues, en el fondo, son una advertencia, que se asienta sobre una inconmovible base científica, según la cual los niños perviven en los padres, o, como dice esa expresión popular:
"Las urracas no producen grajos";
y también:
"La manzana no cae lejos del tronco."
Sólo mencionaré aquí, sin analizarlos, otros padecimientos más leves, como la ebriedad del padre o la madre, el divorcio, sus desenfrenos de toda clase, la usura, los cambios de partido político, el encogerse de hombros ante los problemas, ser un esbirro, etc.
Pero sí debo acentuar el profundo dolor que puede arrojar sobre el alma de un niños la muerte del padre o de la madre. Una relación bella e íntima, como era la que yo tenía con mi madre, parece algo imposible, y apenas cabe imaginarla, y se alza en mi conciencia como mi recuerdo más bello y sublime; y, sin embargo, en lo que se refiere a este punto, daría lo que fuese, sin dudarlo un instante, para no tener esta conciencia: ya duele esta herida más de diez años, ¡y nunca, jamás, llega a cicatrizar! En realidad, es este dolor el que me ha impulsado a escribir este ensayo, pues querría que nadie más vuelva a sentir un dolor así en su corazón.
Primero hay que hacer que la Humanidad se libre del dolor, y luego dirigirla hacia la paz de la muerte absoluta: eso es lo que quieren los auténticos filósofos, con su libro en la mano, y lo mismo quieren los héroes sabios con su ardiente oratoria, y también con la espada en la mano. Y esto llegará a ser, porque debe ser, porque es algo inscrito con necesidad en el curso del desarrollo de la Humanidad.
[323] Ya hablé más arriba de la profunda aflicción que puede causar un hermano o hermana al resto de sus hermanos, cuando expuse el caso de las jóvenes que, como consecuencia del robo cometido por su hermano, volaron como tímidas palomas, o como las sombras de Dante en el segundo círculo del infierno, y fueron aventadas de las calles por el viento tempestuoso de la vergüenza. Ahora quiero ocuparme de la preocupación que pueden ocasionar las hermanas a un hombre. Se tiene que haber experimentado la angustia por el futuro de los más queridos allegados, para comprender las bendiciones que se encierran en la realización de los ideales socialistas. Precisamente, cuanto más sensible es un hombre, tanto más ha de suspirar bajo el peso, por ejemplo, de hermanas no atendidas. En las clases inferiores no se conoce la inquietud por el destino futuro de las personas allegadas, porque incluso los niños son obligados ya en su edad más tierna a realizar duros trabajos, de manera que se encuentran completamente endurecidos cuando pasan a ser hombres hechos y derechos. En cambio, en las clases superiores, a menudo pesan sobre los hombres de un hermano varias hermanas, que, debido a una educación perversa, sólo tienen los conocimientos suficientes para pasar el tiempo, para el embellecimiento de su vida en relaciones cómodas, o que son realmente educadas, pero tienen un carácter tan orgulloso que éste se les amarga y se convierten en señoritas de compañía, gobernantas, telegrafistas, y viven como si estuviesen medio muertas, siempre angustiadas ante el mundo. En estos casos, cuando el hermano quiere adoptar medidas enérgicas y rigurosas, su brazo queda paralizado al decirse: Si las lanzas al mundo, se van abismo, ¡sé piadoso! Y con mirada ensombrecida, él trabaja, hasta que le sangran las uñas, solo para que no les suceda ninguna desgracia. Quizás alberga en su corazón el profundo anhelo de fundar una familia, con un ser querido; pero debe dejar el asunto a un lado, e incluso renunciar a él, porque sus hermanas cuelgan de él como el plomo, y consumen lo que gana.
¡Cómo habrían trabajado algunas personas nobles por la humanidad, o quizás habrían trabajado mucho más, si hubiesen decidido seguir su camino, pasando por encima de estas flores familiares, si hubiesen tenido la fuerza de decir, como Cristo: “¿Quién es mi padre, quién mi madre, quiénes mis hermanas?” Esto hace de la familia, también, un gran impedimento, si uno quiere entregarse por completo a lo universal.
[324] Si reunimos ahora los resultados, encontramos que la cesión de los hijos al Estado ahorraría una suma de sufrimiento a la Humanidad muy significativa, aunque no pueda determinarse dicha suma de un modo neto. Se liberaría a los padres:
1) de las pequeñas preocupaciones durante el período de escolarización de los niños,
2) de las preocupaciones por el futuro de sus hijos,
3) de los remordimientos de conciencia por adquirir ganancias poco honrosas,
4) de la pesadumbre que producen los hijos gandules y derrochadores,
5) del dolor que causan los niños malvados,
6) del sufrimiento que causa tener que maldecir a los hijos,
7) de la pena que producen los reproches que se dirigen a sí mismos y los reproches mutuos,
8) de experiencias como las de Lear, o la conciencia lacerante de haber vivido más que los hijos,
9) del dolor por las enfermedad y por la muerte de los buenos hijos.
Además, se liberaría a los hijos:
-
del dolor que les pueden producir las acciones vergonzosas de los padres,
-
del dolor por el comportamiento indigno de los padres,
-
del dolor que supone para sus corazones ver los padecimientos corporales de larga duración y el entierro de sus padres,
-
de la vergüenza por los actos malvados de los hermanos,
-
de la preocupación por sus hermanas.
Además, quedarían suprimidos los escandalosos abusos de la sociedad actual, que citaré aquí brevemente: ¿Se cree que solamente existe en la nobleza una tradición familiar que se hincha? ¿Son realmente los aristócratas, como dijo con tanta exactitud Schopenhauer, los que viven rodeados de su gloria, como la cola de un pavo real? Quien crea que esto es así, le falta por completo el conocimiento del mundo. Con excepción del proletariado, en todos los estratos sociales domina una oscura conciencia, indeciblemente repulsiva, de la posición y de la familia. En los campesinos se cierran las puertas de los propietarios de las granjas a los aparceros; en los trabajadores manuales, los maestros se sienten como seres de una especie superior ante los oficiales, y entre los burgueses se dice: ya mi tatarabuelo fuecomerciante, o banquero, o industrial, o superintendente, o general, o consejero del Tribunal Supremo, etc.
Si no se deja que los niños sepan de donde descienden, desaparecerá esa mirada altanera, que mira por encima del hombro a los demás [325], y que fluye desde la tradición familiar y los estamentos cerrados, algo que antaño era necesario, pero que hay resulta ridículo, porque nada puede justificarlo. Sed los más nobles y competentes, o los mejor formados, y entonces, vosotros que imitáis la "preeminencia", podréis mirar desde arriba a los demás. Buscad la fama, y luego rechazad la búsqueda de dicha fama, si estáis ya en la meta; por esto, es ciertamente consecuencia de una ley natural (y las leyes éticas y políticas son, evidentemente, leyes naturales), que los más competentes y realmente formados no pueden mirar por encima del hombro a sus prójimos, y que el individuo realmente grande ha de rechazar la fama.
¿Qué se ha de pensar, empero, de esos matices que se producen dentro de una determinada casta de propietarios (provocados a menudo solo por unos miles de marcos de más o de menos)? ¿Qué se ha de pensar de esa altivez que crece como la mala hierba debido a tales matices?
Una vez fui a una fiesta infantil, y, como siempre, me alegró el corazón ver el comportamiento alborozado de aquellas pequeñas y adorables mariposillas. De repente, escuché a una niña rubia de unos siete años decirle a una compañera de juegos: "Mi padre tiene dos carrozas y cuatro caballos, y tu padre sólo una y dos caballos." "Pero ―le respondió la otra pequeña― nosotros tenemos tres casas y vosotros solo tenéis una." Entretanto, se sumó otro niña, y, sin más dijo la rubia, orgullosa de sus carrozas, llena de arrogancia: "¡Eh! Tu padre no tiene ni carruaje, ni casa propia. Vosotros tenéis que ir andando y vivís de alquiler." La interpelada, una pequeña judía, quedó extraordinariamente avergonzada, y no pasó mucho rato hasta que se empezaron a agolparse las lágrimas en sus afligidos ojitos.
¡Yo me quedé mudo, como si las luces hubiesen perdido su brillo, y como si hubiese caído un jarro de agua fría sobre la luminosa alegría que sentía en mi corazón, y como si, en vez de ver cabecitas rubias, morenas y castañas, me hiciesen muecas unos diablos! Allí cayó de repente sobre mi alma, toda la ardiente miseria de nuestras relaciones sociales, que se refractaba doblemente, pues los niños contaban, evidentemente, solo lo que había oído de sus dignos padres. Dejé mi puesto de observación, y me dirigí hacia los pequeños. Alcé a la pequeña judía, la besé en la frente y dije: [326] "No llores, Rebeca, en la vida uno viaja hoy en una cuadriga y mañana se ve obligado a mendigar, y al revés. Tú aún llegarás a ser una princesa. Si no llegas a entenderme, que te explique el asunto tu padre divorciado." La deposité de nuevo en tierra, y me dirigí hacia los diablillos, altaneros y presumidos, que estaban orgullosos de sus carruajes. Si con tres palabras claras, había yo mostrado a Rebeca esa herida siempre abierta en nuestro cuerpo social, a Ludmila le dije tres palabras oraculares que dejaron la herida cerrada. Le tiré con bastante rudeza del lóbulo de las orejas, y le dije: "Tú, de momento, no te ves obligada aun a viajar como doncella en el carruaje de tu padre, pero ¿quién sabe? Los caballos solares del tiempo corren terriblemente rápidos en nuestra época."
Tras decir esto, cogí mi sombrero y me marché: ¿qué más habría podido hacer en aquel luminoso salón?
Quiero insistir en que con la introducción del amor libre estas monstruosidades deberían desaparecer, haciendo posible ―quiero recordar esto― una entrega generalizada a lo universal [das Allgemeine].
Abordemos ahora la cuestión principal:
¿Destruirá la institución del amor libre el sublime sentimiento parental? ¡En modo alguno! El amor de los padres experimentará una luminosa metamorfosis, y se desprenderá de su escoria, convirtiéndose en amor a los niños, sin más: este amor sería el amor paterno, pero transfigurado e idealizado.
El amor ordinario de los padres se dirige a unos niños determinados, mientras que el otro amor es un amor que se dirige a todos los niños. En el primero se encuentra el último, es decir, dentro de la impura y repugnante envoltura del amor ciego y del más vanidoso amor propio; pues, como ya señalé, los padres se encuentran ante los hijos como ante un espejo, en el que se refleja su propia imagen. Si los padres miran a sus hijos, sonríen beatíficamente. Es la misma sonrisa con la que una mujer embriagada por la vanidad, le dice a su imagen en el espejo: eres maravillosamente bella; la más bella que hay sobre la tierra (aunque sea tan fea como la noche).― Ahora, el amor ciego es la chocante mezcla del amor propio con el residuo del instinto paterno, que ahora es necesario para preservar la estirpe, pero que en un Estado ideal se vería ya muy mermado en la segunda generación.
[327] Colegimos, además, que también desde el punto de vista estético, la entrega de los niños al Estado debe recomendarse encarecidamente, pues se sabe que una madre puede considerar bello a un niño feo, llegando, finalmente, a creer realmente que es un dechado de perfecciones, y que una nariz que parece una patata es más bella que una nariz griega, y con este sentido estético corrompido, se dirige luego, tomándolo como medida, a las formas de este mundo.
Por tanto, si los niños son entregados inmediatamente, o poco después de su nacimiento, al Estado ―y sé bien que, al proponer esto, resonará en el aire, a manera de granizo, el chiste barato la acusación de querer hacer del Estado una guardería, una gran inclusa, pero, ¿qué importa? Magna est vis veritatis et praevalebit―, así serán todos los niños nuestros hijos, y ahora llegaremos a conocerlos genialmente, es decir, sentiríamos la más pura alegría estética; pues ahora ya no pondríamos interés en este o aquel niño determinado, sino que todos los niños nos serían, sin más, interesantes. Me atrevo a afirmar, que el sentimiento que tendríamos entonces sería incomparablemente más puro y noble que nuestro ingenuo amor ciego, el cual posee como único título de hidalguía que incluye aquel puro sentimiento en él.
Con esto, llegamos también aquí al mismo resultado que con el comunismo puro. En este, el rico no ha de renunciar a un placer al que está habituado, lo único que sucede es que el pobre toma sitio a su lado y disfruta de lo que él disfruta. Lo mismo pasa con los niños: junto a su padre puede ponerse el soltero y gozar de las alegrías de la paternidad, aunque él no haya engendrado hijos; y como el noble rico ha de disfrutar de mejor humor, si sabe que todos los seres humanos viven tan deliciosamente como él ―su goce está como transfigurado, o al menos libre de resquemor―, también el sentimiento del progenitor se elevará, primero, a través de la purificación de todas las escorias del amor ciego, y luego por la conciencia de que todos los seres humanos sienten el amor de los progenitores. ¡Sí, así es, de hecho! Ese "aborto rojo, lleno de inmundicia y llamas", visto de cerca, es un esclarecido y luminoso ángel, dotado de un rostro noble y bienaventurado:
"La lejanía habla, embriagada,
de la gran felicidad futura."
(Eichendorff, Dichter und ihre Gesellen, II, 1833)
[328] Además, le demos las vueltas que le demos, y nos pongamos como nos pongamos, es una verdad inconmovible y eterna, digna de admiración, que el sabio y el noble, el bueno y el justo, con ayuda de la razón y del sentimiento, han de reivindicar lo mismo que reivindican los más despiadados egoístas. Precisamente aquellos cuyos padres y hermanos les aman más profundamente, y precisamente aquellos padres que son buenos padres para sus hijos, exigen que no haya ya padres, hermanos ni hijos en concreto, pues son ellos los que han sentido al máximo los padecimientos del amor paterno hacia los hijos, o del amor hacia los hermanos. El niño ha de considerar a sus maestros sus padres, y lo mismo ha de hacer el joven con los sabios, vivos o muertos, que ha producido la Humanidad; y los padres han de considerar a todos los niños sus hijos, no solo a estos dos, tres o cuatro individuos concretos.
Análogamente, los sabios y buenos exigen, igual que los pobres codiciosos, que todo el capital se reunifique en manos del Estado, y el trabajo sea regulado por él; y esto solamente con el fin de que la paz del alma no se vea interrumpida por el dolor de la Humanidad. Pero en este acorde entre las voces claras que vienen de arriba y el férreo rugido que viene de abajo, está dada la certeza de que el comunismo y el amor libre, esos grandes y últimos ideales de la Humanidad, serán reales, más pronto o más tarde, con todas sus consecuencias.
No quiero concluir esta consideración sin tratar una posible objeción, a saber: se podría sostener que, si no se sabe cuál es la procedencia de los niños, podrían acordarse uniones contra natura, es decir, matrimonios entre hermanos. Esta objeción la considero nula, pues, en primer lugar, el amor entre hermanos suele caracterizarse por la aversión, y su demoníaco salvajismo es atado por la costumbre y la reflexión (pues la atracción que produce lo semejante se da solamente en el éter espiritual, mientras que en las brumas de la sangre lo semejante repele, mientras que lo contrario atrae); en segundo luego, la probabilidad de que unos hermanos contraigan matrimonio en la continua agitación que crece en intensidad en la vida actual de los seres humanos, es prácticamente es nula.
[329] IV. REALIZACIÓN PROGRESIVA DE LOS IDEALES
Ahora tenemos que ver de qué manera se aproxima la Humanidad a los grandes ideales del comunismo y del amor libre; pues está claro que, incluso tomando temibles resoluciones, los ideales no podrían hacerse reales enseguida, y mucho menos a través del progreso, que es firme, pero lento. Utilizando un símil, podría decirse que hay que concebir a la Humanidad como si estuviese realizando una peregrinación hacia Roma, pero antes de llegar debe alcanzar las estaciones principales del camino, y haberlas recorrido todas.
En mi obra principal he rendido tributo a Lasalle. He dicho en ella que él fue un talento eminente, pero en el que no cabe encontrar el más leve asomo de genialidad. La persona genial abarca en su espíritu al mundo entero, ve lo particular siempre en la totalidad, y el mundo entero junto a su fin; es alguien que tiene una visión universal, original, de precursor. En cambio, el individuo talentoso es corto de miras, y su espíritu abarca sólo parcelas fragmentarias del mundo: va detrás del genio, y con mano fuerte apila las piedras que este hace saltar con pólvora de las montañas.
Yo diría que quien conoce a Lasalle solamente por sus escritos socio-políticos, correctamente, debe leer a fondo sus grandes obras científicas, especialmente su Heráclito: ¡Qué asombrosa fuerza combinatoria, qué brillante agudeza, qué concisión y virtuosismo para extraer lo esencial, oculto bajo millones de envolturas! Ahora bien, ¿ha logrado encontrar alguien un solo pensamiento original en la obra de Lasalle, por pequeño que sea? Ni uno solo. La función de su espíritu era destilar su producto, con la fluidez más esclarecida y concentrada. Elaboraba pensamientos ajenos, con inigualable maestría, pero nunca produjo uno solo que le fuese propio.
Además, él fue un falso profeta; no se ha de malinterpretar esto que digo, ya que no estoy utilizando la expresión "falso profeta" en el sentido habitual de este adjetivo, sino solamente como contraposición al auténtico profeta. El "falso profeta", como cualquier gran hombre de Estado, hace, en general, avanzar a la Humanidad, pero, al mismo tiempo, busca bienes externos, fama, honor...; el auténtico profeta, en cambio, sólo busca el reposo interior, la paz del corazón, la muerte ligada a la compasión hacia la humanidad. Las metas que persiguió Lasalle son de sobra conocidas para traerlas aquí a colación.
Desde luego, Lasalle ha sido el primero que ha hecho en Alemania una propuesta realmente práctica para poder alcanzar la primera estación de ese "camino hacia Roma". En tal propuesta se refleja de la manera más pura su significativo talento. Su ideal estaba tomado de Fichte. Alcanzó a atisbar en la azulada lejanía una humanidad libre, no muerta, porque, como dije más arriba, él era simplemente alguien dotado de talento, primero porque miraba con ojos ajenos, y luego porque solamente alcanzó a ver una parte del futuro camino de la Humanidad; su saber era un saber fragmentario, parcial. Ahora, este ideal no era para él ningún medio de agitación. Como hombre eminentemente práctico que era, raramente lo rozó, y siempre dependiendo únicamente de las agitaciones de su espíritu. En cambio, se agarró con demoníaco salvajismo a lo más próximo, y concentró todas sus fuerzas en ello. Sus propias palabras sirven para caracterizar su proceder:
"Un trabajo teórico es tanto mejor cuanto mejor extrae al completo todas las consecuencias, incluso las últimas y más remotas, del principio que en él se desarrolla.
Un trabajo práctico es tanto más poderoso cuanto más se concentra en el primer pensamiento del que se sigue todo lo demás."
(Capital y trabajo)
Como es sabido, los hechos se han encargado de consagrar esta brillante propuesta. El primer punto de Lasalle era el derecho universal y directo al sufragio, que pronto fue concedido.
Su segundo punto fue el crédito de Estado. He dejado claro en mi obra principal por qué Lasalle cayó aquí en un error. En el Estado actual, su exigencia no encontrará consideración alguna. Es decir, no constituye la segunda parada en el "camino hacia Roma", sino la tercera; e incluso cabe decir que no constituye ninguna parada en absoluto.
Primero han de agotarse todos los intentos de reconciliación entre capital y trabajo, antes de que pueda exigirse desde todos los lados, de abajo arriba [331], la libre concurrencia del trabajo con el capital; pues la libre concurrencia del trabajo con el capital quiere decir que el capital quede totalmente en barbecho. En efecto, ¿de dónde habrían de poder tomar los industriales a sus trabajadores, si el Estado les facilita a estos asociarse por sí mismos, garantizándoles el crédito del Estado? ¡El trabajador que quisiese afanarse al servicio del capital sería un completo estúpido, si se le permite entrar libremente al servicio de las asociaciones productivas!
Por eso he puesto como segundo punto el intento mencionado de reconciliar capital y trabajo. Se trata de algo que se encuentra mucho más próximo que el crédito del Estado, y resulta, al mismo tiempo, mucho más práctico, porque reposa sobre algo real y existente, a saber: la participación del trabajador en la ganancia, algo que se ha puesto esporádicamente ya de manifiesto, con el mejor de los éxitos, entre trabajadores y capitalistas.
En esta reivindicación ha de concentrarse toda la fuerza de las clases sociales inferiores, si ha de registrarse un nuevo éxito en los anales de la historia social; pues la necesidad de una reforma no es algo que ignoren los de arriba, y miles de manos honradas de los estratos inferiores quieren ayudar. Así pues, poned, trabajadores, en tales manos la demanda concreta de la participación del trabajo en la ganancia del capital y ―apuesto mi propia vida― la reconciliación entre capital y trabajo tendrá lugar. Avanzaréis con fuerza, y sobre las manos entrelazadas caerá la sombra de esa palma que fue visible en todos los grandes momentos de la Humanidad.
En esta reconciliación entre capital y trabajo se encuentra virtualiter el puro camino, y creo que sería necesario un tiempo breve para su desarrollo. Creo, además, que todo el proceso adquiriría una forma que luego persistiría, pues lo que reprime la traslación de toda la propiedad a manos del Estado no es otra cosa que el principio de la transformación de la propiedad privada en propiedad común, que se revela en las más variadas formas. Este principio ya se encuentra realizado en cada sociedad de activos, y se trata solamente de que esta forma, que es buena, se generalice a todas las ramas de la vida económica.
[332] Además, por lo que se refiere al trabajo real, ¿es más práctico que un determinado sujeto esté calificado en Sigmaringen como herrero y otro en Stallupönen como platero, o que cada ciudadano envíe un certificado de su cualificación para un determinado trabajo, junto con su deseo a optar por él a Berlín? Tal concentración es posible, pero ciertamente, no parece práctica.
En una palabra: el centro de gravedad del auténtico comunismo recaerá en grandes asociaciones, cuya actividad encontraría su regulador en una corporación de representantes de todas las partes del país.
En breve, para allanar el camino de las reformas sociales, habría que introducir un impuesto progresivo sobre sucesiones, que fuesen cada vez más estrictos, hasta que los productos aun existentes del trabajo de toda la vida pasada de la humanidad estuviesen concentrados como propiedad del pueblo en manos del Estado, y respectivamente de grandes asociaciones.
Tal impuesto no habría de ser especialmente gravoso para el particular. Si todos los ricos tuviesen que dar todo su capital, entonces sí se les exigiría un sacrificio más doloroso; en cambio, una reducción gradual sería fácilmente soportable, primero, porque con ella no se exigiría el sacrificio de ningún disfrute real, gracias al beneficio proporcionado por las nuevas relaciones, y en segundo lugar, porque la reforma se extendería a varias generaciones, por lo que se vería reflejada en una conciencia cada vez más pura.
Las primeras etapas en el camino de la institución del amor libre serían el permiso legal para el matrimonio poligámico y la cesión facultativa de los hijos al Estado. La segunda etapa sería la obligatoria cesión de los niños de seis a siete años, y la última sería la cesión de los recién nacidos. No hay duda de que, incluso si se instituye el amor libre, existirán matrimonios monogámicos, igual que antes, pues el amor de los esposos pasa a ser a menudo una fiel amistad, y los seres humanos se van suavizando, en lo que se refiere al impulso sexual, a medida que pasan las generaciones, ya que los factores de irritabilidad asociados al movimiento se transforman, y a medida que la vida espiritual va ganando fuerza, pierde energía la vida inconsciente que late en la sangre. Es incluso posible que, debido [333] a este motivo se produzca un retorno generalizado y voluntario a la monogamia.
Una forma absolutamente peculiar de matrimonio, que ganará cada vez más adeptos, será el matrimonio puramente intelectual, que se comporta como la negación del fin propio del matrimonio: la copula carnalis, que queda excluida por principio, de manera que las personas solamente se unen para alcanzar metas ideales. dos seres quieren vivir juntos, como hermano y hermana, logrando así, gracias a su unión, que su actividad sea diez veces más eficiente que la de cada uno de ellos por separado; pero como esa unión, al margen del vínculo matrimonial, podría malinterpretarse, se unen en matrimonio aparente, aunque en el buen sentido de la palabra.
Esta pareja intelectual sería la forma de tránsito al celibato, que no se originará por la constricción de las relaciones exteriores ―como sucede muy a menudo, especialmente en las mujeres―, sino que será fruto de una libre elección, proveniente del alma.
[333] V. ACCESO A UNA PERSPECTIVA SUPERIOR
Henos aquí llegados al punto donde puedo advertir que en lo que antecede me he permito hablar tan desprejuiciada y francamente sobre los dos grandes ideales del comunismo y del amor libre, precisamente porque estos no son mis ideales, pues tengo en mi mano, y he enseñado, algo mucho mejor.
Remito, al respecto, a mi obra principal y a los Ensayos sobre el budismo y el cristianismo de este segundo volumen. Mi ética es idéntica a la de Buda y a la del Salvador, quienes exigen, ambos, una renuncia absoluta, pobreza (o, lo que es igual: la mera satisfacción de la necesidades vitales, incluso en medio de la abundancia) y virginidad.
Cristo desató una ligadura tras otra, mediante los mandamientos que dirigió a los hombres: les liberó de las posesiones exteriores, los vínculos familiares, el vínculo matrimonial...; y Buda hizo algo semejante, después de que él mismo se plantease como un ejemplo aleccionador: renunció al trono, regaló todas sus propiedades, se convirtió en un mendigo, y desde entonces ya no tocó a ninguna mujer. También recuerdo el maravilloso relato de Wessantora, según el cual Buda regaló a su esposa y a su precioso niño como limosnas.
[334] Mi filosofía mira por encima y más allá del Estado ideal, más allá del comunismo y del amor libre, enseña que, tras la Humanidad libre ―libre del sufrimiento―, está la muerte de la Humanidad. En el Estado ideal, es decir, en las formas del comunismo y del amor libre, la Humanidad mostrará el "rostro hipocrático", pues ella tanto ella como el universo entero están consagrados al hundimiento. ―
"El cielo y la tierra pasarán." (Cristo)
"El universo está destinado a destruirse por completo." (Buda)
Sé muy bien que hay muchos, como el excelente Riehl, que lanzan una mirada retrospectiva a las formas firmes de la Edad Media, hacia la pureza de los estamentos: una vigorosa y rica aristocracia, una rica burguesía, unos artesanos regidos por estrictas pero áureas normas, altaneros campesinos y, en suma, el estricto pedigrí familiar en todos los estamentos; el temor hacia Dios, respeto a los ancianos y una obediencia incondicionada de los niños. Pero, ¿fue consecuencia del estado anímico de un individuo que todas esas formas, a las que durante la Edad Media se les otorgó una duración "eterna", con el tiempo se volviesen frágiles y se destruyesen? ¿O fue, más bien, el implacable curso de la Humanidad, según la ley divina, la inmodificable y sagrada voluntad de la Divinidad antes del mundo, la que pulverizó tales formas que parecían forjadas en acero? El sabio conoce esta ley, y se inclina con humildad, e incluso alegrándose en su interior, pues al final del camino se encuentra la muerte de la Humanidad, que resulta preferible a su vida más excelente y bella.
En el Estado ideal, le pasará a la Humanidad como al Rey Lear, cuando, tras pasar por el dolor más profundo, exclama, tras ver a su esclarecida Cordelia:
"¿Dónde estuve? ¿dónde estoy? Vuelvo a ver la luz; sí, es la claridad del día. Moriríame de lástima si me atrevo a jurar si estas manos son mías. Veamos; siento que este alfiler punza. Sí, lo siento. Quisiera estar seguro de mi estado." (El Rey Lear, Acto IV, escena VII)
[335] Y, lo mismo que el Rey Lear, la Humanidad se convencerá de la bondad de un estado libre de padecimientos, pero, igual que él, estará pronta para entregarse en los brazos de lo mejor, es decir, morir. La vida de los pueblos es, en el fondo, igual que la vida del individuo particular, y el Rey Lear no es sino un reflejo concentrado de esta. Lear muere, junto con todos sus hijos: las raíces y la corona mueren, y todo el árbol se seca.
"¡Deplorables ruinas de la más bella obra de la naturaleza! También el mundo volverá a la nada." (El Rey Lear, Acto IV, Escena VI)
Atentaría contra la veneración que les debo a mis maestros, que son, al mismo tiempo, mis más fieles amigos, si terminase este ensayo sin citar al "divino" Platón.
En su fruto intelectual más maduro, que es La República, se ha ocupado con todo detalle, utilizando esa insuperable forma de exposición que es el diálogo, de la constitución del mejor Estado posible, y ha alcanzado los resultados más asombrosos.
Lo esencial de su tratado es que el cuerpo social se compone de tres partes trabajadores, entendidos en un sentido amplio, guerreros y gobernantes. Pero, en el fondo, solamente hay dos estamentos, porque los gobernantes se extraen de los guerreros (vigilantes). Los gobernantes prescriben a los gobernados solamente las mejores leyes; dentro de los límites legales se podría configurar la vida de los trabajadores como se quiera. En esta casta inferior, existe la propiedad privada y la monogamia; en las castas superiores más puras, en cambio, predomina la carencia de propiedad (alimentación por la casta inferior) y las mujeres son comunes.
Todos los niños son educados por el Estado (y los más débiles son eliminados), se les pone a prueba, y luego aquellos de las castas inferiores que tienen capacidades para el oficio de vigilantes, pasan a la casta superior, mientras que los de las castas superiores que no tienen disposiciones superiores, se trasladan a las inferiores.
Con esto se romperían de la manera más bella y justa los limites fijos, pero necesarios, entre ambos estamentos: los muros serían exactamente igual de indestructibles, pero saltables.
La educación de los niños a través del Estado se establece, según esto, como una ley universal; en cambio, el comunismo y la poligamia son instituciones que atañen a las castas más puras. Así [336], el "divino" ha hablado clara e inequívocamente, dando a entender que ambas son formas más puras y nobles que la propiedad privada y la monogamia.
Platón fue una mente extraordinariamente sutil; por eso no se le escapó tampoco que la educación (gimnástica y musical) tendría las consecuencias más beneficiosas, siempre que estuviese sometida a una gradación progresiva. Indicó con ello que los padres educados producen hijos dotados, y estos, a su vez, habiendo crecido en el puro éter de la educación, producirían hijos más nobles y capacitados espiritualmente (De Rep. ,IV). Goethe expresa lo mismo cuando dice:
"Se podría engendrar niños educados,
si los padres estuviesen educados."
Por lo demás, tomando como punto de partida el Estado ideal Platón, puede reconocerse muy claramente el gran progreso que, entretanto, ha realizado la humanidad. Platón creía, y con razón, que su Estado solamente podría extenderse a una parte muy pequeña del pueblo griego, haciendo del carácter determinado y restringido una condición indispensable para su Estado. Además, él creía bien difícil que su ideal llegase a realizarse. Hoy en día, en cambio, la cuestión social se extiende a todos los pueblos, y se busca realizar la mejor forma política para toda la humanidad.
Esto hinche el pecho, y hace que el alma mire a través de ojos iluminados con relámpagos de alegría.
Para terminar, haré aun una advertencia:
Si se me pregunta si yo querría ser ciudadano de un Estado ideal, diría rotundamente: ¡no!
Si se me pregunta, por el contrario, si yo querría empeñar mis bienes, mi sangre y mi vida por la realización de un Estado ideal, diré sin rodeos, ni restricciones: ¡sí!
Diría "no" porque yo, por lo que atañe a mi bienestar individual, no tengo el más mínimo interés en el Estado ideal.
Por contra, diría "sí", porque la redención de la humanidad depende del Estado ideal.
El individuo particular puede redimirse en los estamentos sociales más podridos y en todas las formas de Estado imaginables, tanto en la monarquía más absoluta como en la república más carente de restricciones; pero [337] la masa solo puede hacerlo en el Estado ideal, pues primero debe haber disfrutado de todos los goces que la tierra puede ofrecerle para poder apartarse de la vida. Esta satisfacción de la búsqueda de goce de todos solamente es posible en el Estado ideal. Siendo esto así, y dado que el destino de la humanidad es la redención, ha de aparecer y hacerse real el Estado ideal.
Por lo demás, sería un grave error creer que la cuestión social únicamente atañe a las clases inferiores: los individuos de las clases superiores han de liberarse de su sufrimiento en contra de su voluntad; las clases inferiores atendiendo a su voluntad. La cuestión social es una cuestión de educación.
Las relaciones sociales de nuestros días están dispuestas como en tiempos de Cristo. Por arriba, desenfreno, superstición (espiritismo), inquietud, vagancia, imploración por un motivo que quepa interiorizar; por debajo, desesperación, miseria, necesidad, un clamor salvaje por redimirse de una situación insoportable. Ahí no pueden ayudar ni los socialistas de cátedra, ni los partidos liberales, ni héroes desfacedores de entuertos; tampoco pueden ayudar la orden de los jesuitas reformada, y aun menos la orden francmasónica, pues esta última incluye a justos e injustos, buenos y malos, de modo que su actividad está esencialmente limitada, y se dirige casi exclusivamente al bienestar de sus integrantes. Tampoco puede ayudar una clase aislada, ni la Iglesia, pues esta debe suscribir innumerables compromisos con las debilidades de los seres humanos, sus prejuicios de estatus y con el poder.
Por doquier reina la ignorancia, y por eso, los órganos del espíritu están atrofiados. Éste pone el oído sobre el corazón del pueblo, y dice: no oigo nada; mira el corazón del pueblo, y dice: no veo nada; pone la mano sobre el pecho del pueblo, y dice: está caliente; pero se trata de un calor semejante al que experimentamos cuando cogemos una bola de nieve con la mano.
Lo que hace falta es una liga de hombres buenos y justos; una liga formada únicamente por hombres buenos y justos, y que dirija su actividad a todos los seres humanos; en una palabra: caballeros del Grial, templarios [Templeisen], ardientes servidores de la ley divina, encarnada en la paloma: amor a la patria, justicia, amor al ser humano y castidad.
Hace ya años, escribió Gutzkow:
"Nuestro tiempo está maduro para la revelación de un nuevo Mesías; pues, ¿qué harían los poderosos con una personalidad que portara en sí todas las condición de un gran profeta? Con que sea puro en sus inicios, estimable en su educación, dotado con el poder de la elocuencia; con que sea profundo en sus estudios, para no tener que asustarse ante la oscuridad de la erudición; con que sea puro en sus costumbres y en su conducta; con que sea modesto y humilde y sepa encadenar a los seres humanos, ganándoselos con su personalidad, siendo él un gran poeta de la vida, digno de ser su propio objeto, ¿quién querría atarlo, batirlo con los pequeños tormentos de nuestra civilización? Sería para el mundo lo que Cristo fue para los judíos.
Se ha impuesto en las almas del mundo un silencio, que agudiza el oído para oír el hálito y el aproximarse de la Divinidad."
(Los caballeros del espíritu)
¿Quién podría hacer frente a una liga compuesta tan solo por tres "Templarios" puros de este tipo, que portasen la paloma del Espíritu Santo en su pecho y sobre él? Desde luego, no la humanidad entera, que se volvería más suave, y a la que ellos, con la sonrisa en la boca y ojos llenos de paz darían aquello que habita en su espíritu y en su corazón: la forma de una humanidad carente de sufrimientos.
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